La lluvia no cesaba.
Caía sobre la ciudad con una persistencia casi cruel, como si Barcelona llorara por ella.
Por su fracaso.
Desde el ventanal de su apartamento, Serena observaba las calles vacías, mientras el vino teñía el cristal de su copa con un rubí oscuro.
La operación «Espina» le había costado todo.
El teléfono vibraba con insistencia. Mensajes de Jonás, uno tras otro.
No los leía.
No podía enfrentarse a sus palabras de consuelo cuando lo único que sentía era vacío.
Desde su suspensión apenas había salido. Solo al gimnasio, para golpear algo. Solo al supermercado, para reponer vino.
Un ciclo sin sentido, pero lo único que la mantenía en pie.
El único sonido que rompía el silencio era el del mechero al encender un cigarrillo.
Meses sin fumar.
Esa noche no importaba.
Inhaló profundamente, dejando que el humo llenara sus pulmones, mientras sus ojos repasaban los recortes de prensa extendidos sobre la mesa.
Todas las fotos tenían un mismo rostro.
Dorian Montrose.
El hombre que le había robado todo.
—¿Qué estás escondiendo? —murmuró, acariciando una imagen con la yema de los dedos, como si el papel pudiera revelarle sus secretos.
El timbre sonó, desgarrando el silencio.
Jonás estaba en el umbral, empapado, con la chaqueta goteando sobre el parqué. Su rostro reflejaba un cansancio que no era solo físico.
—Dieciocho meses de suspensión—dijo con voz baja, pero cargada de peso.
Serena apartó la mirada. Volvió al ventanal, como si pudiera disolverse en la ciudad.
—Ya lo sé —respondió, llevándose la copa a los labios.
Jonás cruzó la habitación.
No respetó la barrera invisible que ella levantaba.
Nunca lo hacía.
El cristal estalló en el suelo cuando Serena dejó caer la copa.
No se inmutó.
La rabia empezaba a hervirle por dentro.
—Dieciocho meses… —repitió, sin mirarlo—. Es demasiado tiempo.
—Necesitas recuperarte, Serena. Esto te está… consumiendo.
Ella se giró, con los ojos llameando.
—¿Recuperarme? ¿Cómo se supone que lo haga mientras él sigue ahí fuera?
Jonás suspiró, se pasó la mano por el cabello mojado. Parecía más viejo que unas semanas atrás.
—Serena, entiéndeme. Esto… nos está destruyendo.
La frase flotó en el aire como una grieta.
Y dolió más que cualquier acusación.
—¿Nos está destruyendo? —repitió, con una risa amarga—. ¿Me estás pidiendo que olvide al hombre que mató a mi marido?
El rostro de Jonás se contrajo.
—¡Maldita sea! —gritó, golpeando la pared—. ¡No se trata de olvidar! Pero te has obsesionado tanto que ya no eres tú. Me preocupa dejarte sola…
—Pues vete. —Su voz fue una cuchilla.
Jonás no se movió al principio. La buscó con la mirada, como si esperara encontrar algo que lo retuviera.
Pero no lo encontró.
Asintió. Recogió su abrigo.
Se fue.
La puerta se cerró con un clic suave.
Silencio.
Serena dejó escapar un suspiro tembloroso. No lloró.
No podía permitírselo.
Fue a la cocina. Sacó un cuchillo. Una manzana.
Cortar la calmaba.
Le daba la sensación de que algo —aunque fuera una fruta— estaba bajo su control.
Con movimientos precisos, redujo la manzana a finas láminas.
Cada golpe del cuchillo contra la tabla era una cadencia hipnótica, un eco que llenaba la cocina vacía.
Cuando terminó, dejó el cuchillo sobre la mesa y observó las rodajas dispersas.
Desordenadas. Fracturadas.
Como ella.
—No puedo seguir así —susurró. Su voz era apenas un hilo.
Y entonces, algo dentro de ella, una chispa que había estado apagada durante semanas, volvió a encenderse.
Se limpió las lágrimas y cogió el teléfono.
Solo una persona podía ayudarla.
Aunque convencerla no sería fácil.
Marcó un número que conocía de memoria.
—¿Qué quieres, Serena? —contestó Diana López, con su tono habitual: frío, cortante.
—Necesito tu ayuda.
—No me jodas. No quiero líos.
—Es sobre Jonás.
El silencio que siguió fue denso.
Sabía que había tocado una fibra.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Diana, a regañadientes.
—Te lo explicaré en persona. Mañana, a las nueve. En el Café “Nomad”.
Diana no respondió de inmediato.
Después, aceptó con desgana.
—No llegues tarde.
Serena colgó. Apagó el cigarro en el cenicero.
Esta vez, no se quedaría esperando.
No se escondería.
Dorian Montrose había ganado una batalla.
Pero la guerra acababa de empezar.