El Clan de las Rosas

06 | Egoísta

BARCELONA

PISO DE DIANA

El apartamento de Diana parecía sobrevivir dentro de su propio naufragio. Montones de libros técnicos se amontonaban en un rincón, como barricadas contra el desorden, escoltados por tazas de café secas, alguna con la marca de un beso olvidado. La lámpara del escritorio titilaba con un temblor nervioso, como si compartiera el agotamiento de su dueña. Frente a la pantalla del ordenador, Diana López tamborileaba con los dedos el borde de la mesa, el gesto ansioso de quien ha pasado demasiadas horas entre códigos y sombras digitales.

Llevaba horas rastreando a Dorian Montrose por las grietas de la darknet, trazando sus huellas digitales como quien sigue un rastro de sangre. Lo que había hallado podía significar una ventaja para Serena… o ser el principio de su destrucción.

La luz azulada del monitor le tallaba las ojeras. Bajó la mirada. Sobre la mesa, entre cables y post-its arrugados, había aparecido una fotografía olvidada, arrastrada quizás por el azar o la memoria: ella y Jonás, en segundo de carrera, en la cafetería de la facultad. Él, con la camisa arrugada y el pelo revuelto, alzaba una taza como si brindara con el mundo; ella reía, ladeando la cabeza, con esa sonrisa que entonces aún no dolía.

Rozó el borde de la imagen con el dedo, como si pudiera devolverle el calor de aquella época. Habían sido inseparables, dos náufragos en un mismo bote, compartiendo insomnios y confidencias bajo la promesa tácita de que se cuidarían siempre. Hasta que llegó Serena.

Apretó los labios. No era culpa de Serena que Jonás se hubiera enamorado. No, claro que no. Pero eso no hacía menos insoportable ver cómo él se desdibujaba de su vida, cómo cada espacio compartido se llenaba con la presencia silenciosa de otra.

Volvió la vista a la pantalla. Allí estaba, palpitante, la recompensa de su búsqueda: una dirección en Londres vinculada directamente con Dorian Montrose. El cursor parpadeaba sobre el archivo, expectante. Aguardando su decisión. Diana dudó.

—¿Por qué lo estás haciendo? —murmuró, como si el cuarto pudiera ofrecerle una respuesta.

La verdad no era sencilla. Quizás lo hacía por Jonás, por ese eco de lealtad que aún resistía al rencor. Quería que él fuera feliz, incluso si su felicidad tenía nombre de mujer imposible. O quizá lo hacía porque, aunque le costara admitirlo, reconocía que Serena era la única capaz de mirar al monstruo a los ojos y no temblar. Pero había algo más. Algo que rozaba la frontera del orgullo: una forma áspera de admiración.

Recordó una conversación perdida en el tiempo, una de aquellas noches en que Serena parecía más humana, más quebrada y por eso más fuerte.

—No puedes permitirte fallar —le había dicho con esa voz afilada, cargada de una ternura que parecía doler—. Eres demasiado buena para dejar que la mierda de la vida te aplaste.

Aquella frase había sido como una grieta: silenciosa, profunda, imposible de cerrar. Serena tenía algo que Diana siempre había envidiado sin querer admitirlo: esa mezcla de rabia y coraje que convertía cada caída en impulso.

Inspiró hondo. Clicó en “guardar”. Insertó la memoria USB y transfirió el archivo con la lentitud solemne de quien se despide de algo que no termina de comprender. Cuando terminó, se reclinó en la silla, con el dispositivo en la mano. Lo observó como si pudiera leer en su superficie el precio de su decisión.

—Eres una idiota —susurró, riendo en voz baja, con esa amargura que no necesita lágrimas para doler.

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BARCELONA

CAFETERÍA NOMAD

El té de Diana se había quedado frío. Lo removía con una cucharilla ausente, sin mirar el líquido, como si el movimiento bastara para aplacar el peso de la memoria USB en su bolso. No era un objeto, era una amenaza: contenía algo que podía alterarlo todo. La cafetería olía a café recién molido y a pan tostado, pero en torno a ella el aire parecía inmóvil.

Serena llegó tarde.

El cabello revuelto, los ojos hundidos en sombras que no venían del sueño sino del miedo. Pidió un café con leche, bien cargado, y se dejó caer en la silla de enfrente sin decir palabra.

Diana la escudriñó con esa mezcla de desprecio y cansancio que nunca se molestaba en disimular.

—Dime la verdad —dijo sin rodeos, como si necesitara deshacerse cuanto antes de esa conversación—. ¿Esto es por Jonás?

Serena bajó la mirada. Jugaba con la cucharilla entre los dedos, los nudillos tensos.

—No, Diana. No es por él. Es por mí. Y por Óscar.

Necesito detener a Dorian… porque si no lo hago, siento que voy a perderme por completo.

Por un instante, algo quebradizo se abrió paso en su voz. Vulnerabilidad. Diana la reconoció, aunque no le conmovió. Aún no.

—¿Y por qué coño debería ayudarte? —replicó, con un filo de hielo en cada palabra—. Siempre has puesto a Dorian y a Óscar por encima de Jonás. ¿No te parece injusto? Eres egoísta, Serena. Arrastras a todos contigo.

El golpe fue seco. Certero. Quiso hacer daño.

Serena no se defendió.

—Lo sé —dijo al fin, y sus ojos, por primera vez, buscaron los de Diana—. Pero ponte en mi lugar. Si fuera Jonás, ¿lo dejarías pasar?




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