Barcelona se deshacía en sombras doradas, como si el día, exhausto, se rindiera al peso de la noche. Las farolas encendían su vigilia una a una, y la ciudad, por un instante, parecía contener el aliento.
Serena caminaba sin rumbo. Dejaba que fueran los pasos quienes decidieran. El bolso colgaba de su hombro como una losa y la frase de Diana latía en su cabeza con una insistencia cruel:
«Eres egoísta, Serena. Y arrastras a todos contigo.»
Esa voz no se había ido. Se había instalado en su nuca, como un zumbido implacable. El móvil vibraba con la terquedad de lo urgente. Jonás insistía. Llamadas, mensajes, notificaciones acumuladas como platos sucios en una casa vacía.
Ella no respondía.
La ciudad le resultaba ajena. Como si caminara por los bordes de una vida que ya no le pertenecía. No supo cómo, pero acabó en el Parque de la Ciutadella. El aire frío la rozó con una delicadeza que casi dolía. Se sentó en un banco, el cuerpo vencido, los ojos abiertos sin mirar.
Frente a ella, los árboles se mecían con una calma inusual. Como si el mundo esperase. O supiera algo que ella todavía no.
¿Aún tenía sentido continuar?
Había perdido su puesto.
Óscar llevaba semanas escapando por dentro.
Y Jonás… tal vez ya era demasiado tarde.
Pero si se rendía ahora, si cedía al cansancio… ¿qué quedaría en pie de ella?
¿Y qué daño haría su rendición a quienes aún la amaban?
El paseo, al menos, había despejado la niebla de su mente. Un poco. Lo justo para que la espina de la decisión siguiera allí, clavada en lo más hondo, como una certeza que sangra.
Las calles comenzaban a oscurecerse. El silencio urbano, ese que se instala justo antes del primer grito, se fue adueñando del paisaje. Serena giró la esquina de su edificio y lo supo.
No fue intuición.
Fue certeza.
Algo la observaba.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Aceleró el paso.
Pero no lo suficiente.
Una figura surgió de las sombras con una rapidez inhumana.
Enmascarado.
Preciso.
Letal.
No dijo nada. No lo necesitaba.
El cuchillo silbó en el aire y pasó a escasos centímetros de su costado. No la cortó, pero sintió el frío del metal, la amenaza tangible. Instinto puro: bloqueó el siguiente ataque con el antebrazo y lanzó una patada seca que impactó en el estómago del agresor.
El hombre retrocedió, pero no huyó.
No habló.
No titubeó.
Volvió a lanzarse sobre ella como un perro de presa.
Serena se agachó justo a tiempo. El cuchillo silbó por encima de su cabeza. Giró, clavó el codo en la mandíbula del hombre. Sintió el crujido. No pensaba. Solo se movía. Pero dentro, muy dentro, ya lo sabía.
Dorian.
Esa era su firma. Nada de notas. Nada de amenazas. Solo enviar sombras. Recordarle que podía alcanzarla. Cuando quisiera. Donde fuera.
El hombre cargó una vez más. Ella le interceptó con una patada a la rodilla. Escuchó el chasquido seco, el cuerpo derrumbándose. Cayó al suelo con un gemido sordo.
Pero se levantó.
Y huyó.
Se desvaneció entre la penumbra como si nunca hubiera estado allí.
Serena se quedó inmóvil, la respiración cortada, los puños cerrados. El corazón desbocado. Una idea le perforó el pecho:
¿Y si no venía por mí?
¿Y si el objetivo era Jonás?
El miedo se transformó en vértigo. En furia.
Dorian no solo la había encontrado.
Sabía dónde vivía.
Sabía con quién estaba.
Y, lo peor: podía herirla sin tocarla. Bastaba con tocar a Jonás.
Echó a correr, alejándose del portal, de la amenaza invisible, de la certeza de que la guerra ya había comenzado. Marcó un número mientras corría, los dedos torpes, casi sin fuerza.
—¿Dónde estás? Me tenías muy preocupado —dijo la voz al otro lado, cálida y herida.
Serena cerró los ojos. El temblor le subía por la garganta.
—Hola, Jonás —susurró—. ¿Puedes venir a verme?
Ahora.
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BARCELONA
HOTEL MANDARÍN ORIENTAL
La luz cálida del vestíbulo apenas rozaba las alfombras como si el hotel quisiera conservar su elegancia a salvo del mundo exterior. Todo allí brillaba con una pulcritud que rayaba lo irreal: mármol pulido, paredes insonorizadas, cortesías intocables. Y, sin embargo, entre los pasillos perfumados y la discreta opulencia, se fraguaban traiciones.
Dorian Montrose avanzaba con paso medido, cada pisada como un signo de puntuación en un discurso que aún no había pronunciado. Lo seguía de cerca Yoshiro Sakai, su aliado más antiguo, y quizás, su error más reciente.