BARCELONA
ACTUALIDAD
Había pasado una semana desde que Serena decidió viajar a Londres. Cada día había sido como un desafío interminable, consumida por pensamientos sobre Jonás y las consecuencias de su decisión. Su adiós había sido definitivo, pero el vacío que dejaba su ausencia comenzaba a doler más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Sabía que lo amaba. Lo sabía en lo más profundo de su corazón. Pero el miedo la mantenía firme. Después de perder a Óscar, había jurado no arrastrar a nadie más a su locura. Y si Dorian la estaba vigilando, entonces Jonás debía quedarse fuera de todo esto. Lo mejor para él era mantenerse lejos.
El timbre sonó, interrumpiendo sus pensamientos. Serena se acercó a la puerta y la abrió, encontrándose con Diana López, quien la miraba con una mezcla de curiosidad y desdén.
—Vaya, parece que te tomaste en serio lo de Londres —comentó Diana con ironía, fijando la vista en la maleta abierta sobre el suelo.
—No tengo opción —respondió Serena, mientras continuaba doblando ropa—. Dorian está allí, y si quiero acabar con esto de una vez por todas, debo ir.
Diana frunció el ceño, cruzando los brazos.
—Siempre hay opción, Serena. Pero bueno, tú siempre eliges la más jodida. —Hizo una pausa antes de soltar la pregunta que sabía que dolería—. ¿Y Jonás?
Serena dejó caer la camisa que sostenía. Su mano quedó suspendida en el aire por un momento antes de cerrarse en un puño.
—Jonás... ya no está en esto. —Su voz se quebró ligeramente, pero intentó recuperar la compostura—. No puedo arrastrarlo más. Es suficiente.
El silencio entre ambas se volvió denso. Diana finalmente rompió la tensión, sacando un sobre de su bolso y lanzándolo al suelo.
—Todo lo que necesitas está ahí —dijo con indiferencia.
Serena recogió el sobre y lo abrió. Dentro había un pasaporte con el nombre «Samuel García», un billete de avión, y varios documentos. Frunció el ceño al ver la foto en el pasaporte: era su rostro, pero transformado digitalmente.
—¿Un... hombre? —preguntó, alzando una ceja.
Diana soltó una breve risa irónica.
—Esos misóginos de mierda no admiten mujeres en sus filas. Tendrás que jugar con sus reglas. —Cruzó los brazos—. La dirección que te pasé no es exactamente la sede del Clan de las Rosas. Es un local donde organizan peleas callejeras. Para entrar, deberás dar una contraseña: «Nací con mi destino. El destino de una rosa.»
Serena anotó la contraseña en una libreta, sintiendo un escalofrío al pensar en lo que estaba a punto de hacer.
—Una vez dentro, te entrevistarán. Montrose busca guardaespaldas. Tú serás uno de ellos.
Serena tragó saliva. Solo pensar en estar cara a cara con Dorian le provocaba náuseas.
—¿Y si descubren que no soy quien digo ser? —preguntó, sin poder evitar que la preocupación asomara en su voz.
Diana la miró con frialdad.
—Entonces no vivirás para contarlo.
Tras dejar caer aquellas palabras como una sentencia, Diana se giró hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo un momento y la miró por encima del hombro.
—Nos vemos cuando regreses... si es que lo haces.
Serena la observó con verdadera nostalgia. Sabía que tardarían en volverse a ver. Y a pesar de sus diferencias, siempre habían sido aliadas fieles.
Le pareció notar un atisbo de melancolía en su mirada, aunque si le preguntaba, lo negaría.
Y con eso, desapareció.
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LONDRES
SEIS SEMANAS DESPUÉS
Yoshiro Sakai caminaba hacia la salida del lujoso edificio, custodiado por más de cien hombres que velaban por la seguridad del Clan de las Rosas. Desde que habían perdido sus poderes, la protección se había intensificado, contratando a exmilitares y combatientes de todo tipo. Los guardaespaldas, bien pagados, eran extremadamente leales.
Mientras caminaba por el muelle junto al río Támesis, sus pensamientos se oscurecieron. Dorian Montrose, su viejo amigo, se había vuelto cada vez más implacable desde la caída de los clanes. Lo había visto cometer actos que lo llenaban de horror, todo en nombre del Tratado de la Concordia. Yoshiro no podía evitar compararse con él. Ambos eran poderosos, pero sus principios habían divergido hace tiempo.
Recordó hace apenas unos meses cuando Dorian ordenó ejecutar a un miembro de su propio clan y a su amante humana ante el peligro de engendrar una abominación. El Tratado de la Concordia era extremadamente duro para todos sus integrantes y resultaba imposible poder amar con libertad y sin riesgos.
Sus guardaespaldas frenaron en seco, alertados por algo en el horizonte. Yoshiro, cuyos sentidos seguían siendo más agudos que los de un ser humano corriente, también percibió el peligro. Cinco figuras armadas se acercaban a ellos.
—¡Alejaos! —les ordenó en un susurro. Sabía que aquellos hombres estaban en peligro.
Pero los guardaespaldas, siguiendo órdenes de Dorian, no se movieron. Yoshiro, frustrado, corrió hacia el río, solo para darse cuenta de que los atacantes no lo seguían.