Infiltrarse en el Clan de las Rosas no era una misión, era, probablemente, una sentencia de muerte. Serena lo sabía desde el primer instante. Y, sin embargo, la decisión había sido fácil. Aquel era el único camino que podía acercarla a la verdad, aunque para ello tuviera que dejarse la piel... y algo más.
James Stuart, el jefe de seguridad, no era un hombre al que pudiera engañarse con facilidad. Su reputación lo precedía: metódico, implacable, con un instinto casi animal para detectar mentiras. Pero el clan buscaba sangre nueva. Reclutas externos. Y Samuel García —el rostro que Serena había adoptado— estaba hecho a medida para colarse por esa rendija.
Diana le había proporcionado el acceso, pero el disfraz no era suficiente. Durante semanas, Serena estudió los movimientos del clan desde la distancia. Observó los turnos de los vigilantes, los recorridos de las escoltas, las rutinas de seguridad. Aprendió a moverse como ellos, a desaparecer entre las sombras, a ser uno más sin dejar de estar en todas partes. Samuel no debía sobresalir. Samuel debía encajar.
El día de las entrevistas, Serena llegó temprano. El lugar, una sala blindada a las afueras de la ciudad, estaba repleta de hombres curtidos: exsoldados, mercenarios, veteranos del mundo criminal. Ella era uno más. Uno con historia militar, según el expediente falsificado. Uno con disciplina, frialdad, y heridas invisibles que no dejaban marcas en la piel.
Las pruebas comenzaron sin ceremonia. Primero, la física. Una simulación de ataque a un objetivo protegido. Serena se movió como un resorte, precisa, contenida, letal sin ostentación. Cada golpe estaba calculado. Cada paso, medido para no atraer demasiada atención. Era una danza conocida, pero aquella vez se bailaba por su vida.
La segunda prueba fue peor: la psicológica. James los condujo a una sala blanca, sin ventanas. Su voz rompió el silencio como un disparo:
—Tu protegido está en peligro. Puedes lanzarte al fuego para salvarlo... o eliminar la amenaza, pero llegarás tarde. ¿Qué eliges?
Samuel se mantuvo firme.
—Neutralizar la amenaza. Mi trabajo es que viva, no morir por él.
James lo observó largo rato. No dijo nada, pero algo en sus ojos —apenas un destello— indicó que la respuesta había sido la correcta.
Y entonces llegó la entrevista final. Cara a cara. Serena, bajo la piel de Samuel, se sentó al otro lado de la mesa. El despacho de James era sobrio, sin adornos, sin emociones. Como él.
—¿Por qué quieres este trabajo? —preguntó, entrelazando los dedos.
Serena sostuvo su mirada, con una expresión neutra, voz grave, gestos contenidos.
—Por la oportunidad de trabajar en un entorno de alto nivel. Puedo aprender, y también aportar.
Una pausa. Larga. James inclinó ligeramente la cabeza, escrutándolo como si pudiera desarmarlo pieza por pieza.
—Supón que te doy una orden que no entiendes. ¿Me cuestionas?
Serena titubeó. No porque no supiera la respuesta, sino porque sabía que un poco de duda hacía que la mentira sonara real.
—No, señor. No estoy aquí para entender. Estoy aquí para obedecer.
Y por primera vez, James sonrió. Fue apenas un pliegue en el rostro, más una sombra que un gesto. Pero bastó para que Serena supiera que había ganado su entrada.
La puerta al infierno acababa de abrirse. Y ella había conseguido la llave.
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Dos noches después, llegó el mensaje. Escueto, sin adornos. Lo justo para confirmar que Samuel García formaría parte del cuerpo de seguridad personal del Clan de las Rosas. Serena lo leyó sin pestañear, pero sus dedos temblaron ligeramente al cerrar el portátil. No era alegría lo que sentía. Era una mezcla amarga de vértigo y certeza.
Había cruzado la línea.
Desde ese instante, cada vez que se ajustaba la peluca sobre el cráneo, cubría sus ojos con lentillas oscuras y se enfundaba en el uniforme negro, Serena se disolvía.
Samuel nacía en su lugar.
Se deslizaba por los pasillos de la mansión como una sombra, invisible pero vigilante. Cada paso medido, cada gesto calculado.
No podía permitirse ni un titubeo.
No cuando caminaba tan cerca del corazón del monstruo.
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El silencio del camerino estaba cargado de una electricidad invisible. Dorian Montrose se inclinaba sobre una mesa metálica, repasando con aparente indiferencia los movimientos de su oponente: Frizz. El último obstáculo entre él y la mimosa nocturna. Ese maldito ingrediente que lo arrancaría de la carne frágil que ahora lo contenía, devolviéndole aquello que le habían robado.
Una gota de sudor, delgada como un hilo de mercurio, resbaló por su espalda desnuda. Aun así, no tembló.
James Stuart, su jefe de seguridad, había desaprobado su participación en el torneo. Pero desde que el hechizo maldito lo condenara a sentir como los humanos, el dolor se había convertido en algo más íntimo, casi necesario. Cada puñetazo recibido le devolvía algo que había olvidado que podía poseer: vulnerabilidad, furia, deseo. Vida.