Durante un instante, Serena lo contempló en el suelo, con el rostro pálido, cubierto de sudor y los labios manchados de sangre. El eco de los disparos seguía suspendido en el aire, como si la violencia se negara a disiparse. Podía dejarlo allí. Bastaba con girarse, perderse entre el humo y las sombras, y Dorian Montrose dejaría de ser un problema. No habría que volver a verlo. Ni su rostro, ni su arrogancia, ni su pasado lleno de cadáveres.
Pero si lo dejaba morir, se irían con él todas las respuestas que aún no tenía. Todas las piezas del rompecabezas que la atormentaban por las noches.
Y eso era algo que no podía permitir.
—Maldito seas… —murmuró entre dientes, mientras se arrodillaba a su lado.
Le presionó el costado con firmeza, sintiendo cómo la sangre brotaba caliente bajo sus dedos. El cuerpo que había jurado destruir descansaba ahora contra el suyo, frágil, mortal. Le arrancó un trozo de la pernera de su pantalón, improvisando un torniquete. No podía usar su propia ropa: mostrar piel era un riesgo que no se podía permitir. La presión debía ser exacta, lo justo para detener la hemorragia sin matarlo en el intento.
—Señor Montrose —susurró con el tono controlado de Samuel, mientras lo incorporaba con esfuerzo—. Tenemos que movernos. Ahora.
Dorian gruñó apenas, los ojos entreabiertos, la voz apenas un soplo.
—Yoshiro…
La mención de su amigo le erizó la piel, pero no respondió. Lo cargó como pudo, sujetándolo del brazo, sintiendo su peso contra el costado. Salieron por una puerta lateral, justo cuando las luces del pasillo comenzaban a parpadear. El aire apestaba a pólvora, adrenalina y perfume caro. El de él.
Y entonces, los vio.
Hombres. Cinco, tal vez seis. No llevaban insignias, ni placas policiales. Se movían con una coordinación que no dejaba dudas. Estaban buscando a alguien. Uno de ellos destacaba: alto, moreno, envuelto en un dhoti blanco que contrastaba con la oscuridad que lo rodeaba. Sus ojos grises eran como acero fundido bajo la luna.
—Sundar Naga… —murmuró Dorian, apretando los dientes, intentando mantenerse en pie—. Si nos ven, estamos muertos.
El nombre quedó grabado a fuego en la mente de Serena. Lo investigaría cuando tuviese una oportunidad.
No era miedo lo que había en la voz de Dorian. Era algo peor. Respeto. Y odio.
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Yoshiro corría por el callejón como un hombre perseguido por sus propios pecados. La mimosa nocturna pesaba en su mochila como si llevara dentro el destino de todos. El ataque había sido más rápido de lo previsto, pero Priya no le había mentido. Sundar se había movido.
Y ahora, todo colgaba de un hilo.
Sacó el móvil con dedos temblorosos. Marcó. Esperó. Nada. Dorian no respondía.
—Mierda… —jadeó, apretando el aparato contra su oído—. ¿Dónde demonios estás?
Pensó en Priya. En sus ojos oscuros, en su voz serena pero firme. Se jugaba la vida por él. Y por alguien como Dorian, que había matado por menos que una traición. Pero eso no sería suficiente para recuperar su confianza. Si el líder del Clan de las Rosas descubría su relación, el castigo sería uno solo: sangre.
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El mundo de Dorian giraba en espirales. La herida ardía como fuego líquido, y su cuerpo —ese cuerpo tan maldito por la humanidad— se rendía, paso a paso, bajo el peso de su propia debilidad. Samuel lo sostenía con una determinación que no cuadraba con su inexperiencia. Demasiado firme. Demasiado rápido.
Demasiado… competente.
—¿Dónde aprendiste a moverte así? —murmuró, con un hilo de voz.
Samuel no respondió. Lo guiaba entre sombras como si conociera cada rincón de aquella ciudad. Dorian quiso apartarse, conservar la dignidad, pero su cuerpo no obedecía. Y en el fondo, algo se removía: la sospecha.
Ningún recluta nuevo se quedaba cuando sonaban disparos. Y menos en su primer día.
«¿Quién demonios eres?», pensó, observando el rostro sombrío de su salvador.
Pero no tenía fuerzas para preguntar.
Tampoco para escapar.
Caminaron uno apoyado en el otro, hasta llegar a un edificio olvidado en las afueras. Serena forzó una entrada lateral, guiándolo hacia una sala vacía, húmeda y cubierta de polvo. Allí lo recostó contra la pared. Dorian soltó un suspiro ahogado, y por un segundo pareció ceder por completo.
—Voy a sacar la bala —anunció Serena, ya con el material improvisado en las manos.
Dorian la miró entrecerrando los ojos. Había algo en su forma de moverse, en su voz… algo que no encajaba. Una sensación fugaz, como el roce de un recuerdo perdido.
—Debes confiar en mí —dijo ella. Pero sus palabras sonaron más a orden que a súplica.
Él soltó una risa ronca, cargada de amargura.
—Confiar… No tengo opción, ¿verdad?
Ella negó, sin mirarlo directamente.
Y entonces lo pensó. Una vez más.
Podía hacerlo.
Podía rodearle el cuello con ambas manos, apretar hasta que los músculos se tensaran bajo su piel, hasta que los ojos de Dorian se tornaran vacíos, sin el brillo cruel que los distinguía. Podía matarlo allí mismo. Con sus propias manos.