El corredor se extendía como un sueño de terciopelo y piedra. Serena lo atravesaba en silencio, siguiendo a dos criadas de paso grácil y mirada esquiva. Sus botas amortiguaban el contacto con la alfombra persa, cuyos hilos bordaban un mar de granates y azules oscuros que parecía desdibujarse bajo las lámparas de luz cálida. El corazón de la mansión —el tercer piso del ala este— era un laberinto de sombras elegantes y respiración contenida.
—Señor García —susurró una de las criadas, sin mirarla directamente—. El señor Sakai ha dispuesto esta habitación para usted. Es… una de las mejores.
La puerta se abrió con un suspiro de bisagras aceitosas. Serena se detuvo en el umbral, tragando saliva. El interior parecía arrancado de una pintura de decadencia romántica: una cama amplia, coronada por un cabecero tallado en ébano con formas de rosas marchitas y espinas retorcidas; cortinas de terciopelo carmesí que colgaban del techo como sangre solidificada; un perfume de rosas frescas que flotaba en el aire, espeso, casi narcótico. Todo respiraba belleza antigua, poder, y una oscuridad que no era del todo decorativa.
La bandeja de cena y la botella de vino que depositaron sobre la mesa no le arrancaron una sola palabra. Serena asintió, aún envuelta en el disfraz de Samuel, agradeciendo con la mirada. Solo cuando se quedó sola, suspiró como si su cuerpo hubiese estado conteniéndose durante horas.
Entró al baño.
Y ahí se detuvo.
Mármol blanco, vetas doradas, grifería de oro bruñido que relucía como fuego atrapado. La bañera, enorme, casi mística, parecía haber sido esculpida para reyes. Serena se apoyó en el lavabo y cerró los ojos. El agua caliente la llamaba como una promesa, pero algo en su pecho —una punzada, un presentimiento— le pidió que esperara.
Entonces lo oyó.
Voces apagadas en el pasillo. Un murmullo como de seda deslizándose por la oscuridad. Se acercó a la puerta, cuidadosa, y entreabrió apenas para ver dos guardaespaldas retirándose de una habitación. Tras ellos, una mujer elegante, de cabello corto y vestido negro como el pecado, descendía las escaleras con el porte de quien ha nacido para no temer. Serena la reconoció de inmediato. Isabella Marceau. La esposa de Dorian Montrose.
La tensión se enredó en su estómago como una serpiente. ¿Había ido a despedirse? ¿A vigilarlo? ¿A amarlo, quizá?
Sin pensarlo, Serena avanzó por el pasillo. Las puertas negras que separaban a Dorian del resto del mundo estaban entornadas, como si el destino la invitara a cruzar un umbral prohibido.
Dentro, la habitación era un templo de sombras. Todo estaba dispuesto con una precisión brutal. Las estanterías, de líneas afiladas y oscuras; la cama, una superficie de seda gris envuelta en penumbra azulada; los libros, ordenados por tamaño, color, y quizás por secretos. El aire tenía un olor afilado, exótico, que recordaba a resinas del Este y a sangre seca.
Y en el centro, él.
Dorian.
Inmóvil, casi irreal, como si la herida lo hubiese convertido en una estatua griega atrapada entre la vida y el mármol. Su rostro parecía esculpido por la noche: pómulos afilados, labios tensos incluso dormido, una belleza inquietante que se volvía cruel si se miraba demasiado de cerca.
Serena no pudo evitarlo.
Se acercó.
Cada paso era un acto de traición y fascinación. El cable que conectaba su brazo a la máquina marcaba su fragilidad, pero su respiración… su mera presencia… todavía era una amenaza. Y, sin embargo, ella lo observaba como si estuviera viendo algo que no debía: el rostro del enemigo sin su máscara. El monstruo, herido. El mito, humano.
«¿Sientes eso, Dorian? ¿Qué se siente al estar tan indefenso, a merced de tu enemiga?» pensó, con los dedos temblándole apenas. Recordó el momento en que lo sostuvo entre sus brazos, cuando el plomo todavía ardía en su carne. Había deseado apretarle el cuello. Hundir los dedos hasta que su piel se tornara morada. Pero no lo hizo. Porque la venganza sin verdad no le servía. Porque aún había secretos por arrancarle. Porque matarlo tan pronto habría sido demasiado fácil.
Entonces, él se agitó.
Un leve movimiento. Un suspiro quebrado.
Serena se congeló. Su cuerpo se había tensado como un animal que ha pisado un campo de minas.
La máquina zumbaba.
Dorian murmuró.
Un sonido vago, entre jadeo y ruego. Y de pronto, su mano se alzó con violencia, atrapándola por la muñeca. En un movimiento brusco, la atrajo hacia sí. Serena ahogó un grito. El mundo giró. Su respiración golpeó su oído. Sus dedos se enredaron en su cabello como garras. Estaban tan cerca que el aire parecía un espejo empañado entre ambos.
—No… —musitó él, con la voz rota.
El corazón de Serena latía desbocado, golpeando como un tambor de guerra. Dorian apretaba, incluso dormido, como si no quisiera soltarla. Como si la reconociera sin saber cómo. Como si algo en su cuerpo recordara a Serena aunque su mente no pudiera nombrarla.
Y entonces…
—Eleanora…
La palabra flotó entre ambos. Un nombre. Una herida.
Serena contuvo el aliento.