El Clan de las Rosas

13 | Sentimientos

Jonás consultó su reloj por quinta vez en menos de tres minutos, mientras el camarero del Michael Collins le servía una segunda pinta de cerveza. El pub, con su alma irlandesa atrapada entre sombras y madera vieja, le resultaba más ajeno que nunca. Había estado allí con Serena hacía apenas un mes. Fue su último encuentro antes de que ella partiera hacia Londres, decidida a enfrentarse a sus propios fantasmas. Desde entonces, apenas una breve llamada el segundo día. Diez minutos exactos. Suficientes para decirle que estaba bien, que no la buscara, que no se preocupara. Como si eso bastara.

Pero Jonás no era de los que sabían esperar. Mucho menos en silencio.

Había una sola persona que podía darle respuestas. Y esa persona acababa de cruzar la puerta del pub, dejando tras de sí una corriente de aire helado y la atención de media clientela.

Diana entró con paso rápido, el rostro levemente ruborizado. Tal vez por el frío, tal vez por la brusquedad con la que había empujado la puerta. Vestía, como siempre, de negro. Pantalones de cuero, camiseta de tirantes cubierta por un jersey amplio. Su melena rosa había desaparecido; ahora la llevaba cortada por la nuca, en un estilo que gritaba distancia. Protección.

—Te veo bien —dijo Jonás, forzando una sonrisa torpe, como si quisiera arrastrar hacia el presente la complicidad de otro tiempo.

Diana no respondió de inmediato. Se limitó a clavarle los ojos, esos ojos que antaño se iluminaban con su sola presencia.

—¿Qué pasa, Jonás? —soltó con voz seca—. ¿Has venido a preguntarme por Serena?

La pregunta cayó como un cuchillo entre ambos. Él abrió la boca, pero no logró articular palabra. No hacía falta. Ella ya lo sabía.

El pub, envuelto en su habitual semipenumbra, parecía escuchar. Las lámparas de cobre derramaban una luz dorada que oscilaba sobre las mesas, proyectando sombras fantasmales en las paredes de madera tallada. Diana se dejó envolver por aquella atmósfera que conocía tan bien: el olor a cerveza derramada, a cuero envejecido y a humo seco. La moqueta bajo sus pies amortiguaba los pasos, como si el tiempo avanzara allí a otro ritmo. Más lento. Más pesado.

Recordó tantas noches en aquel lugar… aunque nunca con Jonás. Porque desde que él salía con Serena, ella se convirtió en un satélite que orbitaba a una distancia prudente, condenada a observar.

Lo conocía desde la universidad. Le bastó una semana para intuir que era inteligente. Un mes más para admirarlo. Un año para enamorarse. Nunca se lo confesó. Y eso la rompió por dentro.

Él le hablaba de otras mujeres mientras ella disimulaba su tristeza con consejos que sabía hipócritas. Lloraba en secreto después de cada conquista ajena, mientras intentaba convencerse de que su lugar a su lado era ese: el de la amiga incondicional. La eterna confidente. Hasta que apareció Serena.

—Por favor, Diana… —dijo Jonás, rompiendo el silencio—. Solo tú sabes dónde puede estar. Necesito hablar con ella.

Diana lo miró. Era evidente que había bebido más de la cuenta, pero lo que la inquietaba no era su voz cargada de ansiedad. Era lo que leía en sus ojos. La desesperación. La obsesión.

—¿Es que no lo entiendes? —respondió, alzando ligeramente la voz—. Se fue porque quiso. Y no volverá hasta que termine lo que ha ido a buscar. No tienes derecho a entrometerte.

—Su vida corre peligro —insistió Jonás.

—Y la tuya también si te empeñas en seguirla. Es Serena, joder. Sabe cuidarse sola.

Jonás se puso de pie. La voz le temblaba de ira.

—¡Es mi prometida!

Diana cerró los ojos, como si esa palabra le hubiera rasgado el alma. "Prometida". La repitió en su cabeza con un eco cruel. Cuando volvió a mirarlo, su expresión había cambiado. Ya no era solo tristeza. Era desdén, decepción, orgullo herido.

—¿Prometida? —musitó, dejando que la palabra se hundiera entre ellos como una piedra en aguas turbias—. ¿De verdad crees que te eligió a ti?

Jonás dio un paso atrás, perplejo.

Diana se inclinó sobre la mesa y le susurró, con voz firme y áspera:

—Eligió a Dorian. Por eso se fue. Para perseguirlo. Para revolcarse en esa obsesión que la está destruyendo… y que te está arrastrando contigo.

Él quiso replicar, pero la mirada de Diana lo detuvo. Había en ella algo devastador, como si llevara demasiado tiempo aguantando sin decir nada.

Diana se giró para marcharse.

—¿A dónde vas? —preguntó él, sujetándola con suavidad.

—Déjame ir, Jonás —dijo ella, soltándose con delicadeza. Su voz era temblorosa, pero sus ojos ardían—. ¿Qué esperas que haga? ¿Que te ayude a volver con ella? Hace mucho que dejaste de ser el Jonás que yo conocía. Te has convertido en una sombra. Y esa sombra nunca la tendrá.

Jonás no pudo detenerla. Y ni siquiera supo si debía hacerlo.

La vio marcharse, con la espalda erguida y el paso decidido, pero con una tristeza que se deshacía en el aire como ceniza. Se quedó allí, solo, rodeado de humo, de recuerdos, de promesas rotas. Cerró los ojos, y lo invadió el sonido de la risa de Diana en los pasillos de la universidad. Su risa. Aquella que había sido su casa cuando el mundo se le venía abajo.




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