El mundo regresó en oleadas confusas de luz y dolor.
Dorian entreabrió los ojos, y la primera sensación que lo golpeó fue la punzada lacerante en su costado, justo donde las vendas apretaban una herida demasiado humana. El aire tenía un sabor metálico, y su cuerpo, antes invulnerable, ahora era un campo de batalla de huesos y músculos rotos. La memoria acudió a él como una sombra traicionera: el disparo, el caos, el rostro de Sundar… y la rabia. Una rabia que no le pertenecía. O sí. Una rabia que ya no podía contener.
Odiaba esa debilidad. Odiaba la carne, los temblores, la sangre. Odiaba sentirse mortal.
Había sido un vampiro. El dolor era un concepto lejano, una idea abstracta. Las emociones, meras ilusiones arrastradas por la eternidad. Pero ahora... ahora sentía. Y lo odiaba.
Recordó el contacto. Las manos que lo salvaron no eran manos de soldado. Había en ellas una ternura que lo desconcertaba. Una suavidad que desentonaba con la crudeza del momento. No eran las manos de un hombre adiestrado en la guerra. Eran más pequeñas. Más precisas. Y olían a lavanda.
El perfume lo envolvía todavía. Como un eco persistente. Lo conocía, de algún modo. Pero su mente, entumecida, aún no hilaba del todo.
Giró con esfuerzo la cabeza y la vio. Isabella.
Sentada con impecable compostura en un sillón cercano, cruzaba una pierna sobre la otra con la elegancia calculada de quien sabe que cada gesto es una afirmación de poder. Su chaqueta entallada resaltaba sus formas sin excesos; su cabello, peinado con precisión milimétrica; sus labios, rojo sangre, parecían una herida perfecta sobre la frialdad de su rostro.
—Has decidido regresar al mundo de los vivos —musitó ella sin mirarlo, hojeando con fingido desinterés una revista francesa. Ni rastro de calidez. Solo el juicio mudo de una ceja alzada.
Dorian esbozó una sonrisa tensa, sabiendo que en su juego, cada palabra era una daga envainada.
—Isabella, siempre tan puntual para las visitas condescendientes.
Ella cerró la revista con un leve chasquido. Luego se inclinó apenas hacia él, y su perfume cítrico y penetrante le hizo fruncir el ceño.
—Si vas a jugar a ser mártir, hazlo con un poco más de dignidad. La bala no fue letal. Aunque claro, para alguien acostumbrado a no sangrar, supongo que un rasguño se vuelve tragedia.
Él inspiró hondo, conteniendo el impulso de responder con veneno. No porque no pudiera. Sino porque dolía. Su cuerpo dolía. Su orgullo, más.
—Me alegra ver que no has perdido el toque, querida.
—Y me alegra ver que no has perdido tu necesidad de impresionar a todos con tus cicatrices. —Sonrió con los labios, pero no con los ojos—. Te han salvado la vida. Samuel, ¿no?
El nombre activó una corriente subterránea de pensamientos que aún no se atrevía a ordenar. Samuel. Su salvador. El hombre que lo vio en su odioso estado de debilidad.
—Sí —murmuró Dorian—. Demasiado hábil para ser nuevo. Demasiado rápido. Demasiado... diferente.
Isabella lo escrutó con astucia.
—¿Sospechas algo?
—No lo sé. Pero nadie en su primer día se queda a cubrirte cuando todos los demás huyen. No sin un motivo.
—Entonces, averígualo. —Su voz era un bisturí afilado—. Usa lo que te queda. Tu control mental aún no ha desaparecido del todo, ¿verdad?
Dorian dudó. Utilizar su don en aquel estado era arriesgado. Se sentía torpe, como si aún no supiera calibrar la fuerza de su voluntad sobre otras mentes. Pero lo que más lo perturbaba era otra cosa: no quería enfrentarse a lo que Samuel pudiera revelar. Algo en él se resistía a saber.
—No quiero usarlo —confesó, más para sí que para ella.
Isabella lo miró con la misma expresión que tendría un cirujano al contemplar un tumor que ha decidido no extirpar.
—Oh, Dorian… ¿fascinado, acaso?
El sarcasmo lo arañó por dentro.
—No. Solo cauteloso. Hay algo que no cuadra. Y no pienso cometer errores por una corazonada.
—Más te vale. Porque si estás pensando en sustituir tus pasiones por un nuevo... juguete, recuerda lo que te costó la última.
Dorian desvió la mirada. Cassandra. Informante. Amante. Farsa. Pacto. Todo en uno. Isabella lo sabía. Lo permitía. Pero no lo perdonaba.
—Cassandra sabe su papel —dijo—. Es un medio, no un fin.
—Como todos los demás —dijo ella, con una sonrisa helada.
—¿Te refieres a mi hermano? Sabes perfectamente lo que significas para él.
Él sostuvo su mirada. Era un duelo sin sangre, pero no menos cruel.
—Alexander es un problema menor. Tú, en cambio, sabes jugar. Y eso siempre me ha parecido… útil.
—Útil. Qué romántico. —Su tono destilaba veneno dulce—. Hablando de utilidad… Sylvaine Bellefontaine está perdiendo el control en Provenza. Su clan empieza a desmoronarse. Y tengo razones para creer que Elrohir Duval y Léonie Moreau podrían traicionarla.
Dorian alzó una ceja. El nombre de Léonie despertaba ecos antiguos.