Habían pasado dos meses desde que Serena se infiltró en el Clan de las Rosas.
Sesenta noches sin tregua. Sesenta amaneceres donde no podía permitirse fallar.
Durante todo ese tiempo, se había mantenido en segundo plano, como una sombra obediente. Había moldeado su cuerpo con entrenamientos diarios, disimulando su fuerza, afinando sus movimientos. Cada golpe era medido, cada reacción calculada para no llamar la atención más de lo necesario. Sabía que Dorian la vigilaba. Lo sentía en la forma en que sus ojos se detenían en ella un segundo más de lo necesario. En cómo sus órdenes parecían dirigidas, a veces, únicamente a probarla.
Aquel hombre no confiaba en ella. Y hacía bien.
Serena había aprendido a moverse entre los muros de la mansión como si fuesen extensiones de su propio cuerpo. Logró memorizar los turnos de vigilancia, los pasillos ocultos, las puertas que crujían y las que no. Había aprendido los nombres de todos los sirvientes, el ritmo de las cocinas, los susurros a media voz que recorrían los salones como veneno tibio.
Y aun así… todavía no tenía respuestas.
Demasiado pronto, se decía a sí misma. Demasiado peligroso. Cada movimiento en falso podía costarle la vida, o peor: la oportunidad de descubrir la verdad. Pero la paciencia empezaba a escocerle bajo la piel. Como una herida mal curada, como una promesa a punto de romperse.
Sabía que no podría seguir escondida mucho más.
Esa tarde, tras el entrenamiento, se detuvo frente al ventanal del ala este. Desde allí se veía parte del jardín en terrazas, las rosas oscuras cubiertas por una fina capa de escarcha. La sede del clan parecía dormir, pero Serena conocía bien esa clase de calma. Era la que precede a los estallidos. La que se alimenta de secretos acumulados.
Apoyó una mano en el cristal helado. Al otro lado, Dorian conversaba con James bajo la pérgola. No podía oír sus palabras, pero la postura del líder era tensa, la mandíbula apretada. Cada día parecía más contenido, más inestable. Algo lo atormentaba, y Serena no sabía si aquello jugaba a su favor o en su contra.
Él también estaba cambiando.
Lo había visto en sus gestos, en los silencios que dejaba colgando cuando se cruzaban en los pasillos. A veces, cuando se encontraban, sentía que la rozaba de más. Que buscaba su reacción. Como si necesitara provocarla, romper la fachada. Quizás sospechaba, quizás solo deseaba descomponerla.
Y quizás, pensaba Serena, ya no podía fingir que él no le afectaba.
Cerró los ojos un segundo y respiró hondo. Había llegado hasta allí por Óscar. Por su nombre grabado en la memoria como una llama que no se apagaba. Pero la cercanía con Dorian empezaba a volverse confusa, como una línea que temblaba entre la verdad y la traición.
Ya no podía seguir postergándolo.
Tenía que empezar a investigar. A infiltrarse más hondo. A escarbar entre los secretos del clan y descubrir qué papel jugó Dorian en la muerte de su marido. Y si aún era el monstruo que recordaba… o algo más retorcido. Algo que dolía más porque se parecía demasiado a un hombre.
Giró sobre sus talones y se marchó del ventanal.
Tenía que empezar su búsqueda. Ya no podía seguir entrenando solo para sobrevivir. Ahora era el momento de avanzar. De abrir puertas prohibidas. De correr riesgos.
Aunque eso significara, al final, descubrir que lo que más miedo le daba… no era matar a Dorian.
Sino no poder hacerlo.
James apareció en el umbral del patio de entrenamiento, su silueta era firme, recortada contra la luz que se colaba desde los ventanales. El murmullo de los guardaespaldas se apagó al instante, como si su sola presencia bastara para imponer silencio.
—Samuel —llamó con voz grave, autoritaria.
Serena alzó la cabeza. Su corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Todos los rostros se volvieron hacia ella. Su cuerpo se tensó de inmediato, sin saber qué esperar. Se acercó a James con pasos medidos, controlando cada gesto para no delatar el temblor que le recorría la espalda.
—El señor Montrose quiere entrenar contigo —explicó James con serenidad, como si no acabara de lanzar una bomba en mitad del cuartel. Ante su ceño fruncido, añadió—: A veces le gusta evaluar él mismo a los nuevos. Sobre todo cuando han demostrado… capacidades especiales. Ya sabes que lleva años participando en torneos como el de las Bestias.
Serena tragó saliva. Su mente empezó a trazar posibles salidas, aunque sabía que ninguna funcionaría. Lo había notado últimamente, rondándola demasiado, como un depredador que olisquea el viento porque algo no le encaja. ¿Había hecho algo que levantara sus sospechas? ¿Quizás dijo algo en mitad del caos?
James la guio hasta el dojo del clan, un amplio tatami de suelo impoluto, rodeado de columnas de madera oscura y faroles de papel que proyectaban luces suaves. Serena contuvo el aliento al cruzar el umbral.
Dorian se encontraba en el centro de la sala. Esperaba como una escultura viva, enfundado en un kimono negro de lino grueso, ceñido con precisión sobre su torso desnudo. El dobladillo caía justo por debajo de la rodilla, dejando al descubierto sus pantorrillas fuertes y simétricas. Parecía salido de otro tiempo, de otra vida. Serena no pudo evitar sentir una descarga eléctrica al contemplarlo así. El cabello le caía ligeramente sobre la frente, y sus ojos, de un azul que brillaba con intensidad, estaban fijos en ella.