El Clan de las Rosas

18 | Tristeza

La luz de la mañana tamizaba el cielo plomizo de Southwark, y por una vez, el sol se abría paso entre las nubes sobre Londres. En pleno otoño, era casi un milagro. Serena entrecerró los ojos y dejó que aquel destello fugaz acariciara su rostro mientras aguardaba frente a la Tate Modern. Ella y cinco guardaespaldas más custodiaban una de las salas principales del museo, donde Dorian e Isabella se reunían con varias figuras de peso en la ciudad. Su tarea: esperar. No hacer preguntas. Pero para Serena, resignarse al silencio era como morderse la lengua con cada respiración.

Las horas pasaban con una lentitud exasperante. El dispositivo de seguridad se mantenía firme, aunque no había señales de peligro inminente. Durante uno de los relevos, aprovechó para escapar unos minutos a la cafetería del museo. Necesitaba despejar la cabeza, poner en orden sus pensamientos. En dos semanas partiría con Dorian hacia Provenza y aún no había logrado avanzar ni un paso en su investigación sobre el Clan de las Rosas.

Había estado centrada en pasar desapercibida, entrenando para adaptarse al ritmo de la sede. Pero sabía que debía empezar a moverse. Había una pista que no dejaba de rondarle desde que cuidó a Dorian tras el ataque: Eleanora. Él había susurrado ese nombre mientras deliraba por la fiebre. Lo había pronunciado con una tristeza tan palpable que le había puesto la piel de gallina. ¿Quién era Eleanora? ¿Una aliada? ¿Una amante? ¿Una pérdida? Si lograba encontrarla, podría descubrir una grieta en su escudo, una debilidad que le sirviera de anzuelo.

También había otro nombre en su lista: Sundar Naga, el autor intelectual del atentado contra el clan. Había intentado rastrear información en sus canales habituales, pero era como si ese hombre no existiera. Ni una huella digital, ni una mención en bases de datos, ni siquiera en foros ocultos. Solo le quedaba su contacto, Diana, pero no podía arriesgarse a llamarla. Estaba segura de que Dorian había pinchado todas las comunicaciones internas. Tenía enemigos de sobra como para no hacerlo.

Le quedaba aún una hora antes de regresar a su puesto, así que decidió perderse entre las salas del museo. Siempre había sentido debilidad por el arte contemporáneo. Le gustaba recorrer pasillos solitarios, como quien se sumerge en un lenguaje que no todos comprenden.

Entró en una de las galerías más sombrías, de luz tenue y ambiente casi reverencial. Se detuvo de golpe al distinguir una silueta a lo lejos. Dorian. De pie, solo, contemplaba un cuadro. Serena frunció el ceño. ¿La reunión había terminado ya? ¿Dónde estaban los demás? Ninguno de sus compañeros lo escoltaba, lo cual rompía todos los protocolos.

Se ocultó tras una columna. Lo observó desde allí. Él no se movía, atrapado en una especie de trance.

La obra ante él era “No Woman, No Cry”, de Chris Ofili. Serena la reconoció de inmediato. El retrato de una mujer negra, cuyas lágrimas colgaban como cuentas de resina, siempre le había parecido hermoso y devastador. Pero lo que de verdad la impactó fue la expresión de Dorian: el ceño fruncido, la mandíbula tensa, los ojos fijos. Casi parecía… humano.

Durante un instante, fue como si le viera el alma.

Pensó en el nombre que él había murmurado entre sueños: Eleanora. ¿Estaba viéndola a ella reflejada en el cuadro? ¿Era esa tristeza la que lo descomponía por dentro?

Por primera vez, Serena tuvo la impresión de que él también arrastraba una herida. Una que aún sangraba.

—¿Samuel? —dijo de pronto Dorian, sin volverse del todo. Su voz tenía filo—. ¿Te has perdido?

Ella contuvo el aliento. Su disfraz se mantenía intacto, pero por dentro, una sacudida la hizo retroceder un paso. No podía permitirse fallar.

—Disculpe, señor —respondió, forzando su tono masculino con una seriedad firme—. Pensé que había terminado la reunión. He venido a supervisar el perímetro. Es mi deber protegerle.

Él la miró entonces, con una mezcla de ironía y algo más oscuro. Una chispa de interés. De duda. De… reconocimiento.

Pero enseguida volvió la vista al cuadro.

—Este retrato… —murmuró—. Tiene una tristeza que duele. Me recuerda a algo que ya no puedo nombrar. O a alguien.

Hizo una pausa. Serena se quedó quieta. No era habitual que Dorian hablara así.

—Uno puede ocultar muchas cosas —añadió él—. Pero hay heridas que te esperan en el rincón más insospechado. Basta un segundo para que te arrastren.

El silencio entre ellos pesaba como el plomo. Serena, sin saber por qué, se sintió vulnerable bajo aquellas palabras.

—¿Y esa herida tiene nombre? —preguntó en voz baja, olvidando su papel por un segundo.

Dorian giró lentamente el rostro hacia ella. Sus ojos tenían un brillo difícil de definir. No era furia. Era… algo parecido a la pena.

—Sí —dijo, sin más.

Y entonces, apareció Isabella.

Su presencia cortó el aire como un cuchillo. Se acercó con pasos seguros, tacones golpeando el suelo de mármol, mirada como el hielo. Se colocó junto a Dorian con naturalidad, pero su atención se desvió hacia Serena, o más bien hacia “Samuel”, con una mueca de desprecio.

—¿Qué hace tan cerca de ti? —espetó—. Pensé que habías sido claro con tus instrucciones. Ningún guardaespaldas debe acercarse durante tus paseos privados.




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