El Clan de las Rosas

19 | El Medallón

Maldijo su nombre entre dientes, con furia contenida y los labios helados por la humedad del aire. Dorian. Su sombra, reconocible entre la marea de cuerpos, se deslizaba con una ligereza que rozaba lo espectral. No caminaba, flotaba entre los vivos como si el mundo le debiera espacio.

Serena lo siguió sin titubeos. El pulso le latía en las sienes. Cada paso la arrastraba más allá del deber, más cerca del borde. El eco de sus pisadas la condujo hasta la estación de Southwark. La línea Jubilee vomitaba almas anónimas. Él, sin embargo, se detenía al final del andén, de espaldas, como si supiera que ella estaba allí, como si siempre lo supiera.

El tren llegó como una exhalación metálica. Serena se arrojó dentro justo antes de que las puertas se cerraran tras ella.

Él estaba allí, de pie. Observándola. Una sonrisa ladeada, insolente, encendía el filo de su rostro. La expresión en sus ojos era de desafío. Serena se abrió paso hasta quedar frente a él, en el estrecho espacio que el vagón dejaba entre ambos. La multitud los apretaba, y apenas había espacio para moverse. Serena, atrapada por la cercanía de Dorian, sentía su respiración sincronizarse con la de él. Los cuerpos casi se rozaban, y el calor entre ellos era palpable. La tensión era tan real que Serena sentía cada movimiento, cada pequeño roce, como un recordatorio de la cercanía prohibida entre ambos. Dorian observaba su rostro con una mezcla de diversión y curiosidad.

—¿Huyendo de sus propios guardaespaldas? —le reprochó Serena en tono bajo, manteniendo la mirada firme—. Me ha contratado para vigilarle, y me está haciendo el trabajo extremadamente difícil.

Dorian arqueó una ceja, como si aquello fuera justo lo que quería. Serena notó el destello travieso en sus ojos y el pequeño pliegue en la comisura de sus labios. Aquella cercanía era intimidante, y sabía que él se estaba dando cuenta de cómo le afectaba.

—¿Y quién te ha dicho que este trabajo sería fácil? —respondió él, con un tono suave y desafiante—. No me interesan los guardaespaldas sin agallas.

El tren avanzaba con sacudidas suaves, y cada movimiento parecía acercarlos aún más. Serena podía sentir el calor de su cuerpo, y el aroma ligero y oscuro de su colonia le rodeaba como un hechizo. Bajó la mirada un instante, tratando de retomar la compostura. Por un segundo, sus pensamientos vagaron entre la frustración y la extraña atracción que él ejercía sobre ella. Aquella cercanía era absurda, y Serena se odió a sí misma por dejarse llevar.

Finalmente, el tren se detuvo en una estación. Sin advertirle, Dorian se abrió paso entre la multitud y salió del vagón con paso decidido. Serena apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que las puertas comenzaran a cerrarse de nuevo. Con un movimiento ágil, se deslizó tras él, siguiendo sus pasos en el andén hasta una estrecha escalera que llevaba a la salida.

Dorian avanzó por calles desconocidas para Serena, a un paso firme y seguro. Se detuvo frente a un pequeño pub escondido en una callejuela, un lugar oscuro y discreto, con un cartel apenas iluminado y unas letras decadentes: The Fox's Den. Serena, jadeando levemente, lo alcanzó cuando él empujaba la puerta de madera y la hacía crujir bajo su peso.

Dentro, el ambiente era cálido, bañado en una luz tenue que provenía de lámparas antiguas. Los murmullos de conversaciones se mezclaban con el sonido de los vasos y la música baja de fondo. Serena se quedó un momento observando el lugar. Había algo en la decoración desgastada, en las paredes cubiertas de retratos viejos y en el olor a madera y especias que le daban una atmósfera casi mística. Le recordó al Michael Collins, el pub que solía frecuentar con Jonás, y su mirada comenzó a reflejar un atisbo de tristeza. Se sintió más desconcertada que nunca por haber terminado allí con él.

Dorian saludó con un gesto breve al camarero, un hombre robusto con barba que lo recibió con una sonrisa de reconocimiento.

—Dorian, cuánto tiempo sin verte por aquí —dijo el camarero, dándole una palmada amistosa en el hombro—. ¿Lo de siempre?

—Por supuesto, Charles. Y trae también una pinta para mi acompañante.

Serena se quedó de pie un momento, algo desorientada, pero Dorian le hizo un gesto para que se sentara en una mesa pequeña, en una esquina discreta. Ella obedeció, aun recuperándose de la carrera y tratando de adivinar qué lo había llevado allí.

Cuando el camarero les sirvió las pintas, Dorian tomó la suya con un gesto tranquilo, como si estuviera en su territorio.

—¿Te has perdido, Samuel? —le dijo con una media sonrisa—. Creía que no era tan fácil desorientarte.

Serena lo observó, intentando descifrarlo. La frialdad que él mantenía casi todo el tiempo parecía haberse desvanecido en aquel lugar, y había una chispa de algo más en su mirada, una mezcla de juego y desafío.

—¿Le ha parecido buena idea desaparecer de esa manera, señor? —preguntó, tratando de sonar profesional, aunque la cerveza le provocaba una sensación de calidez inesperada.

Dorian rio suavemente, y el sonido parecía encajar a la perfección en el ambiente rústico del pub. Sus ojos, azules y profundos, la observaban con intensidad.

—¿Quién te crees que ha organizado mi huida? —dijo él, dando un sorbo a su cerveza.

Dorian jamás dejaba las cosas a su libre albedrío. La supuesta alarma debía estar planeada por él con el objetivo de hacer alguna cosa a espaldas de los suyos. ¿Pero el qué? ¿Cómo había sido tan estúpida de seguirle? Al fin y al cabo, ella estaba en aquel lugar porque el líder del Clan de las Rosas así lo había planeado.




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