El Clan de las Rosas

20 | Óscar

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA

HACE 12 AÑOS

La luz de la tarde atravesaba los ventanales de la cafetería, dorando las mesas con un resplandor que hacía parecer más amables incluso las esquinas más grises del campus. Afuera, el bullicio estudiantil vibraba como una colmena desordenada, pero dentro reinaba esa calma efímera que sólo existe antes de una cita importante.

Había elegido una mesa junto a la ventana. No por estética, sino por necesidad: ver el cielo me ayudaba a respirar. Tenía la mochila a un lado, el cuaderno abierto y el bolígrafo girando entre los dedos, como si así pudiera retener algo de seguridad.

Ella no tardó. Puntual. Serena Jensen.

La reconocí en cuanto entró. No por haberla visto antes, sino por la firmeza con la que se movía, como si no dudara de su lugar en el mundo. Llevaba el uniforme de la academia de policía, impecable, y una expresión que intentaba ser inexpresiva... pero fracasaba. Jugaba con una servilleta entre los dedos, nerviosa a su manera.

Me acerqué, ajustando las gafas como si fueran una armadura inútil. No era especialmente bueno con las primeras impresiones, pero lo disimulaba como podía.

—¿Serena Jensen? —pregunté, esbozando una sonrisa tentativa.

—La misma. Tú debes de ser Óscar Blanco —respondió, devolviéndome la sonrisa con una brevedad tan medida que me hizo pensar que lo tenía todo bajo control.

Me ofreció la mano. Su apretón fue firme, casi desafiante. Algo en ese gesto me estremeció. Un instante insignificante que, sin saberlo, alteró el eje de mi mundo.

Nos sentamos.

—Gracias por aceptar la entrevista —dije, con un carraspeo nervioso que disimulé rascándome la nuca—. Es para mi trabajo de fin de carrera. Querían una historia inspiradora, y pensé que una cadete de la academia tenía mucho que contar.

Ella soltó una risa leve, sincera y breve.

—¿Inspiradora? Creo que has puesto el listón demasiado alto.

—Déjame ser yo quien lo decida, ¿te parece?

La vi relajarse un poco. Sólo un poco, pero fue suficiente. Me aferré a eso como quien encuentra un claro en medio del bosque.

Mientras comenzaba a hacerle preguntas, entendí que no era como otros entrevistados. No había adornos. No fingía saber más de lo que sabía. Cada respuesta venía acompañada de una especie de convicción natural, como si lo que decía naciera de un lugar más hondo que el discurso aprendido.

Habló de su madre, de su vocación, de cómo crecer con una placa en casa le había enseñado a mirar el mundo sin filtros. Y de cómo ser mujer, en una profesión como aquella, era un reto diario que prefería enfrentar sin dramatismos.

—Debe de ser agotador, ¿no? —me atreví a decir, alzando la vista del cuaderno—. Tener que demostrar constantemente que vales el doble sólo por ser tú.

No esquivó la pregunta. Tampoco sonrió. Asintió, simplemente, con la mirada fija.

—Lo es. Pero es también mi gasolina. No quiero gustarles. Quiero que no puedan ignorarme.

Me quedé en silencio un segundo, procesando esas palabras. No sólo por lo que significaban, sino por cómo las había dicho. No con rabia, ni con resignación. Con verdad.

—Esa frase me acaba de regalar el titular del artículo —dije, con una sonrisa que no supe contener.

Ella me miró de lado, como calibrándome.

—¿Siempre tan encantador?

—Digamos que es deformación profesional.

—¿Y tú? ¿Por qué estudias periodismo?

—En realidad... me interesa más lo oculto —confesé, un poco avergonzado—. Me fascinan los fenómenos paranormales, las conspiraciones, todo eso que nadie puede probar pero que a veces parece más real que lo que tenemos delante. Tengo un blog. Es algo cutre, pero es mío.

Ella ladeó la cabeza, divertida.

—¿Vas por ahí persiguiendo fantasmas?

—Y encantamientos, y luces extrañas en el cielo. Me gusta la sensación de no tenerlo todo resuelto.

—¿Y este artículo?

—Este artículo me ha traído a ti —dije, sin pensarlo del todo.

La frase quedó flotando entre nosotros, con un peso inesperado. Vi cómo desviaba la mirada y cómo, por primera vez desde que llegó, sus mejillas se teñían levemente de rosa.

—Bonita manera de camelarte a los entrevistados.

—¿Funcionó?

Nos reímos los dos. Y durante unos segundos, no había cuadernos, ni carrera, ni uniforme. Solo dos personas que no sabían que estaban empezando algo.

Al terminar, guardé el cuaderno y saqué el móvil.

—¿Te importa darme tu número? Me gustaría enviarte el artículo cuando lo tenga listo.

Dudó. Solo un instante. Pero luego tomó el teléfono y escribió su contacto, con ese gesto rápido y decidido que empezaba a reconocer como suyo.

Nos despedimos con un apretón de manos más cálido. Al marcharme, algo me hizo girar la cabeza.

Ella seguía en la mesa, mirando por la ventana. La luz de la tarde le acariciaba el rostro y su taza de café seguía intacta. Tenía la mirada perdida, pero no ausente.

Y yo supe —sin razón, sin lógica, sin palabras— que ese momento me perseguiría mucho tiempo. Que Serena Jensen no era solo un artículo.

Era el principio de una historia que aún no sabía escribir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.