El Clan de las Rosas

21 | El Calor del Peligro

ACTUALIDAD

SEDE DEL CLAN DE LAS ROSAS – LONDRES

El amanecer se abría paso con pereza a través de las cortinas mal cerradas, colándose en la habitación con una luz indecisa, tibia, como si no quisiera perturbar el silencio que la envolvía. Serena no se movía. Permanecía tumbada de lado, la cabeza hundida en la almohada, los ojos aún pesados por un sueño que se negaba a abandonarla del todo.

Había algo en aquella quietud, en ese primer aliento de la mañana, que dolía.

Óscar.

Sabía que lo había soñado. No podía recordar las imágenes con claridad, pero la emoción persistía. Una sensación cálida y punzante a la vez, como si un fragmento de otra vida —una donde reír no dolía— hubiese regresado para rozarla, sólo un instante. Lo veía con los ojos cerrados: la curva despreocupada de su sonrisa, las manos grandes y torpes sirviendo café, las bromas absurdas que sólo tenían gracia cuando él las decía. La voz seguía viva en su memoria. La risa. El tono bajo cuando la llamaba por su nombre con esa mezcla de admiración y ternura que nadie más había tenido para ella.

El corazón se le encogió sin dramatismos. Un vacío hondo, viejo, pero nunca del todo aceptado.

Llevó la mano al cuello por puro instinto, buscando el tacto frío del colgante que siempre llevaba escondido. Sus dedos lo encontraron, lo envolvieron con una delicadeza casi reverencial. Era un amuleto sencillo, de plata opaca y bordes desgastados, con una inscripción casi borrada por el tiempo. Él se lo había dado una noche en la que el mundo parecía especialmente absurdo, asegurándole que servía para espantar lo inexplicable.

Ahora, más que nunca, necesitaba creer que aquello era verdad.

Se incorporó lentamente, con las sábanas enredadas a la cintura. El aire de la habitación era frío, pero no se estremeció. Se quedó mirando su reflejo en el espejo, ese rostro que le devolvía una expresión que no terminaba de reconocer como suya. Serena. No Samuel. La línea de su mandíbula, los labios partidos, las sombras bajo los ojos... todo en ella hablaba de cansancio. De desgaste.

Samuel era una piel que se ponía cada día. Una construcción exacta, medida. La peluca —cabello humano, corte masculino, color castaño oscuro— dormía en su cajón, junto a la venda con la que aplanaba el pecho y a las lentillas que borraban la claridad de sus ojos. Las herramientas del disfraz estaban siempre ahí, al alcance, ordenadas. Serena, en cambio, era un desorden que intentaba contener en esas horas solitarias donde nadie miraba.

Dormir era su único lujo. Su única tregua. Por eso cerraba siempre la puerta con llave, como si de verdad el pestillo pudiera protegerla de todo lo que la desbordaba.

El recuerdo de Óscar no se disipó del todo, pero cedió el paso a otra imagen, más reciente. Más incómoda. El pub.
Dorian.

Lo veía allí, sentado frente a ella —a Samuel— con esa mirada suya que parecía diseccionarlo todo, como si observara con la precisión de quien ya ha visto el alma de demasiada gente. Había habido un momento, apenas un destello, en el que Serena creyó ver algo humano en él. Algo roto. Algo que reconocía.

Pero fue sólo eso: un resquicio.

La máscara de Dorian había regresado en cuanto cruzaron las puertas de la mansión. El hombre frío, el estratega, el líder intocable del Clan de las Rosas. Había dicho poco. Apenas unas palabras, las justas para informar que partía a Edimburgo por “asuntos importantes”. No dio detalles, y ella, por instinto —o por orgullo—, no preguntó.

Pero la mención de Eleanora cuando estaba convaleciente no había sido casual. O al menos, no lo parecía. Fue como descubrir un hilo suelto en un tapiz tejido con años de perfección. Una grieta en la superficie pulida.

—¿Me mostró más de lo que quería? —murmuró, en voz baja, sin apartar la vista del techo.

La pregunta le revolvió el estómago. Con Dorian nunca estaba claro qué era auténtico y qué no. Era un maestro del control, de las pausas, de las palabras medidas como cuchillas. Y aun así, esa noche… había habido algo.

¿Fue una trampa? ¿Un descuido? ¿O sólo el reflejo fugaz de un hombre que ya no sabía quién era?

Con él fuera de la mansión del clan, las piezas estaban en movimiento. Serena lo sentía en la piel. Aquella confesión velada, ese nombre pronunciado sin querer, se había convertido en su brújula.
Y esta vez no iba a quedarse al margen.

Estaba decidida a tirar del hilo.

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AEROPUERO DE EDIMBURGO

El avión comenzó su descenso con una suavidad engañosa, pero Dorian apenas lo percibió. El cinturón de seguridad ceñido a su cintura era lo único que le anclaba físicamente al presente. Su mente, en cambio, vagaba lejos, sumida en una marea de pensamientos turbios, oscuros, como las nubes que cubrían Edimburgo aquella mañana.

Apoyado contra el respaldo, con los brazos cruzados y la vista fija en la ventanilla, contemplaba cómo la ciudad emergía bajo un velo de lluvia fina. El agua deslizándose por el cristal deformaba los contornos, transformando calles y tejados en manchas de acuarela tristes. Le gustaba esa ciudad. Siempre le había gustado. Había algo profundamente honesto en su frialdad, en su niebla persistente, en esa sensación de que bajo cada piedra húmeda se escondía un secreto que nadie debía desenterrar.

A su izquierda, James Stuart pasaba páginas con la eficacia de una máquina bien engrasada. Dorian no lo miró. No lo necesitaba. Sabía que su guardaespaldas no se atrevería a interrumpir su silencio. James hacía preguntas sólo cuando le era estrictamente necesario, y Dorian valoraba eso más que cualquier muestra de lealtad.

Pero esa mañana, su silencio no era sólo cuestión de estrategia. Era necesidad. Era protección.

Porque no estaba pensando en la misión.

Estaba pensando en Samuel.

Ese maldito enigma con nombre falso y voz contenida. Ese hombre de mirada precisa, que se movía como si cada paso estuviera medido, como si el suelo bajo sus pies le perteneciera sin esfuerzo. Y, sin embargo, había algo en él que desentonaba. No en su presencia. En su alma.




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