El Clan de las Rosas

22 | El Curador

El casco antiguo de Edimburgo era un laberinto de piedra y tiempo. Las calles, húmedas por la llovizna persistente, serpenteaban entre edificios que parecían haber sido tallados directamente del olvido. Dorian caminaba con la determinación de quien ya no espera respuestas, sino confrontaciones. Sus pasos resonaban secos sobre los adoquines irregulares, mientras James Stuart, fiel como una sombra, lo seguía con la tensión silente del que sabe que algo importante está a punto de suceder.

El aire olía a piedra mojada, a musgo y a historia sin resolver. Una bruma densa descendía sobre la ciudad, como si incluso el cielo susurrara advertencias.

—Este sitio me da mala espina —murmuró James, escaneando la iglesia abandonada que se alzaba frente a ellos.

Dorian no respondió. Solo entrecerró los ojos al ver el relieve grabado en el muro lateral de la iglesia: una serpiente entrelazada con espinas, casi devorada por el musgo. Un símbolo tan antiguo como su linaje. Su voz, cuando habló, fue apenas un murmullo:

—Está cerca.

Alzó la vista. Justo al otro lado de la calle, un cartel carcomido por los años colgaba torcido sobre una puerta de madera: Anticuarios McAllister. Casi invisible si no se sabía lo que se buscaba.

—Ahí.

Entraron. La campanilla sobre la puerta tintineó con un sonido quebrado. Dentro, el mundo era otro. Un silencio espeso lo envolvía todo. Las estanterías se alzaban como muros de un templo olvidado, repletas de libros de cubiertas agrietadas, relojes que no marcaban nada, y reliquias cuyo único valor era el peso del tiempo que cargaban encima.

Una mujer mayor, enjuta y encorvada, se encontraba tras el mostrador, vestida con lana gris y mirada de cuervo. Cuando habló, su voz sonó como pergamino arrugado.

—¿Qué buscas, Montrose?

Dorian se detuvo ante ella, midiendo cada palabra.

—El medallón de la rosa entre espinas.

La mujer no hizo preguntas. Solo señaló hacia una puerta al fondo de la tienda, como si ya hubiese esperado esa visita durante siglos.

La trastienda era un santuario del exceso. Vitrinas llenas de objetos que parecían pertenecer a mundos distintos: amuletos tallados en hueso, libros que respiraban y armas que nunca debieron forjarse. En el centro, tras un escritorio desbordado de papeles, lo esperaba él: el Curador.

Vestía un traje oscuro, impoluto, y su pelo, gris como las nubes de Edimburgo, estaba peinado hacia atrás con una pulcritud inquietante. Sus ojos eran lo que realmente imponían: grises, pero sin alma. No miraban, diseccionaban.

—Dorian Montrose —dijo con una sonrisa hueca—. Llegas tarde.

Dorian no pestañeó.

—Vengo por el medallón.

—Claro que sí. Siempre venís por algo que no os pertenece —respondió el Curador, y el tono de burla en su voz era tan sutil como un veneno en té caliente.

Dorian dio un paso al frente.

—¿Dónde está?

—Se ha ido.

—¿Qué demonios significa eso?

—Que alguien se te adelantó. Hace años.

Un silencio cayó sobre la sala. Solo se oía el leve tic-tac de un reloj cuyo segundero se había quedado atrapado entre dos segundos.

—¿Quién?

—Un periodista. De Barcelona. Apellido Blanco. Un hombre curioso. Molesto. Como todos los que llevan la verdad pegada a la piel.

El nombre golpeó a Dorian como una bofetada que no se ve venir. No lo dijo. No hizo gesto alguno. Pero su mandíbula se tensó. La memoria se le llenó de una voz que ya no existía.

—Eso es imposible —murmuró, más para sí que para el otro.

El Curador se alzó lentamente de su silla.

—Nada es imposible para ese medallón. Elige. Siempre ha elegido. Y si eligió a Blanco, fue por una razón que tú no quisiste ver.

La palabra resonó con la violencia de un golpe seco. Óscar Blanco. El hombre que había matado con sus propias manos.

—Aquel medallón regresó a mi tienda hace un año —continuó el Curador—. No por voluntad de nadie, sino por necesidad. Los objetos poderosos siempre regresan al dolor que los engendró. Pero volvió a desaparecer.

Dorian tragó saliva, apenas audible.

—Él estaba muerto.

—Puede que lo entregara antes. O puede que… aún esté con él.

HACE NUEVE AÑOS

—Eres —murmuró Dorian, con sus ojos azules fríos como el hielo—. Creía que podía confiar en ti….

Óscar lo miró con valentía, incluso en sus últimos momentos de vida.

—¿Qué es lo que temes, Montrose? —preguntó, con voz temblorosa pero firme—. ¿Que descubra lo que eres? ¿O que te enfrentes a lo que has perdido?

Las palabras lo golpearon más fuerte que cualquier arma.

—Me traicionaste —respondió el líder del Clan de las Rosas.

Dorian lo soltó por un instante, pero solo para lanzar un golpe que terminó con la vida de Óscar en un susurro.

Había sentido algo extraño en aquel momento. No satisfacción, sino un vacío insoportable. Aquel joven periodista lo había desafiado hasta el final, como si supiera que su muerte dejaría una herida imposible de sanar.

ACTUALIDAD

—¿Qué sabes de Eleanora? —preguntó Dorian. La voz se le había vuelto cuchillo.

El Curador ladeó la cabeza, como quien se apiada de un niño testarudo.

—Ella fue la primera. La portadora. La que selló el poder. Tu clan le debe todo. Y tú… todo lo que haces es seguir su sombra.

—¿Dónde está?

—No está. Se enterró a sí misma. En un sueño que sólo rompe el fin de todas las cosas. No quiere ser encontrada.

Dorian guardó silencio.

—Crees que puedes despertarla, ¿verdad? Crees que si la hallas, entenderás por qué todo esto se te escapa. Pero no lo entiendes, Montrose. Ella no huyó. Se sacrificó. Porque el amor que sentía era más fuerte que su deseo de poder. Y tú… aún no has entendido la diferencia.

—Amor no sería la palabra para describir los actos de Eleanora —replicó Dorian, con tono frío.

El silencio se alargó. Dorian dio media vuelta. El aire le sabía a derrota.

Al salir de la tienda, el frío de Edimburgo le pareció más cruel que nunca.




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