La habitación respiraba silencio.
Ese tipo de silencio espeso, denso, que no se limita a llenar el espacio, sino que se infiltra en los pensamientos, los enreda, los asfixia. Solo un trino lejano —solitario, prematuro— rompía de tanto en tanto la quietud, como si algún pájaro hubiese confundido el insomnio con el amanecer.
Sentada en el borde de la cama, Serena no se movía. Tenía las piernas cruzadas y los hombros ligeramente caídos, como si algo invisible le pesara desde dentro. El colgante plateado descansaba en su mano, suspendido entre los dedos, como una ofrenda muda a una divinidad ausente. Lo observaba con la devoción rota de quien ya no espera milagros, pero tampoco sabe cómo dejar de creer.
No era el metal lo que pesaba.
Era su ausencia.
Óscar.
Él se lo había dado en uno de esos días que parecían no tener importancia hasta que la vida se encarga de demostrarte lo contrario. Llevaba su sonrisa torcida de siempre, esa que aparecía cuando decía algo a medio camino entre la burla y la ternura. Le colocó el colgante con manos cálidas y despreocupadas, y murmuró algo que a Serena se le quedó grabado como una caricia persistente:
—Esto es para protegerte de todo lo que no podemos explicar... Aunque, claro, siendo tú, dudo que necesites protección de nada.
La frase, entonces, le pareció una de sus tantas ocurrencias. Ahora, dolía como una herida que no sangra, pero que sigue supurando.
Cerró los ojos.
Y lo vio.
No como en un sueño. No con nitidez. Pero con esa claridad fantasmal con la que regresan los muertos a quienes aún no hemos dejado marchar. Estaba ahí, en su mente, tan tangible como el silencio que lo había sustituido. Su cabello despeinado, las gafas cayéndole por la nariz, ese modo de mirar el mundo como si todo —hasta el horror— pudiera ser comprendido si uno lo anotaba lo bastante bien.
Cuando los volvió a abrir, sólo quedaba el colgante. Y una soledad brutal, infinita, que se aferraba al pecho como una raíz.
Las imágenes llegaron sin pedir permiso. Óscar absorto en sus notas, hablándole de teorías imposibles con la pasión de un niño que aún no ha aprendido a temer lo desconocido. Óscar tras el objetivo de su cámara, buscando ángeles o demonios en las grietas del mundo. Óscar murmurando "todo irá bien" incluso cuando era evidente que no lo estaría. Su voz era una brisa antigua. Y el vacío que había dejado, un vendaval constante.
Apretó el colgante con más fuerza. No porque creyese en su supuesto poder protector, sino porque no sabía qué otra cosa aferrarse. Era lo único suyo que aún podía tocar. Lo único que no había perdido del todo.
Pero no era solo el pasado lo que la consumía.
La luz que ese mismo colgante emitió en la biblioteca no había sido producto del azar. Lo sabía. Una pulsación breve, precisa, como una advertencia. O una guía. La llevó directo al núcleo más oculto del Clan de las Rosas. Al Tratado. Al principio de todo.
Y ahora, lo más perturbador no era lo que había descubierto entre aquellas páginas.
Era lo que había empezado a sentir por el hombre que lo encarnaba.
Dorian.
El nombre le ardía por dentro. No como una llama, sino como hielo incrustado bajo la piel.
Él era todo lo que odiaba. Todo lo que había jurado destruir. El asesino de Óscar. El manipulador, el inmortal, el estratega. Y, sin embargo, algo había empezado a resquebrajarse dentro de ella. No era comprensión. Ni compasión. Era otra cosa. Algo más sucio. Más peligroso.
La duda.
Las palabras del Tratado seguían retumbando en su cabeza con la cadencia cruel de un tambor de guerra. Reglas esculpidas a base de miedo, diseñadas para sofocar la posibilidad misma de la transgresión. No dejaban lugar para la redención. Ni para el error. Ni para el amor.
«Prohibición de la mezcla de linajes.»
Aquella frase le provocaba náuseas. No por la frialdad con la que estaba escrita, sino por lo que implicaba. ¿Tanto temían los clanes a la mezcla? ¿O era precisamente ese temor el que revelaba su mayor debilidad?
La prohibición no hablaba de pureza. Hablaba de control. De dominio. De un miedo ancestral a que el poder se expandiera más allá de las manos que siempre lo habían poseído.
Y en el fondo, Serena lo entendía.
Porque el miedo a perder el control era algo que empezaba a conocer muy bien.
«Ejecución de testigos humanos.»
Las palabras se grababan en su mente como fuego frío. No era una amenaza, era una sentencia. Un mandato ancestral que no distinguía justicia de conveniencia. En la balanza de los clanes, la vida humana no pesaba. No valía. No contaba.
Serena sentía un nudo en el estómago.
Aquel artículo no solo era brutal. Era una revelación.
Óscar.
Él no fue una víctima fortuita. No un daño colateral. Fue testigo. Y, por tanto, condenado.
Ella lo había intuido desde el principio, pero enfrentarse a la posibilidad concreta la desgarraba desde un lugar que no sabía que aún le dolía. Tal vez él había encontrado algo. Tal vez había cruzado una línea sin saberlo. O sí. Porque si algo había caracterizado a Óscar, era que nunca se detenía ante lo inexplicable. Lo perseguía con la determinación de un loco hermoso.
Y ahora, todo cuadraba.
Las piezas del Tratado encajaban como engranajes de una maquinaria sin alma, diseñada para mantener el orden a base de muerte y silencio. Ella no era una excepción. Estaba dentro de esa misma ecuación. En cuanto alguien descubría demasiado, su vida pasaba a ser una amenaza.
Una deuda pendiente.
«¿Cuánto tiempo antes de que mi vida también se convierta en un precio que pagar?»
Se llevó el colgante a los labios, casi sin darse cuenta. Era un gesto inútil, desesperado. Como si pudiera encontrar en él algo más que metal. Algo de Óscar. Algo de ella misma, antes de la caída.
Sabía que no era casualidad que ese objeto la hubiese guiado a la biblioteca. Al diario. A la verdad. A Dorian.