TOKIO
AÑO 1950
El jardín de la mansión Sakai siempre había sido mi refugio. Un lugar apartado del peso del deber, de las negociaciones interminables, de los saludos calculados. Bajo los cerezos, con sus pétalos danzando como una lluvia lenta, el mundo parecía contener la respiración. Incluso el viento, cuando pasaba, lo hacía con respeto.
Y sin embargo, aquella noche, la paz habitual del jardín se sentía distinta.
Como si el aire ocultara algo. Como si los árboles escucharan.
Habían pasado horas desde la reunión con las hermanas Sanhi. No podía quitármelo de la cabeza. Las palabras, las miradas, el filo oculto en cada gesto. Lila había sido una tormenta. Un relámpago contenido en una figura delgada. Sus acusaciones eran legítimas, pero su ira nublaba cualquier posibilidad de entendimiento.
Y entonces, su hermana habló.
—Hermana, deja que yo hable.
Su voz no fue un susurro ni un grito. Fue una decisión.
Priya Sanhi.
Recuerdo el modo en que la sala pareció inclinarse ligeramente hacia ella. No por el volumen, sino por el peso de su presencia. No impuso su autoridad, pero se sintió. Como se siente el agua cuando deja de ser corriente y se vuelve profundidad.
Habló sin levantar la voz. Sin desafiar. Y, sin embargo, nadie se atrevió a interrumpirla. Ni siquiera mi padre.
Kenji Sakai no era un hombre fácil de convencer. Su juicio era ley. Pero aquella noche, al final de su intervención, bajó la cabeza unos grados. Fue un gesto sutil. Apenas perceptible. Pero suficiente.
Ella había ganado.
Y lo había hecho sin aplastar. Sin humillar. Como si ofrecer paz fuera un acto de fuerza.
Cuando todo terminó, regresé a mi cuarto, pero no pude quedarme allí. No quería paredes. No quería silencio. Quería entender por qué, desde que aquella mujer habló, el equilibrio dentro de mí se había roto.
Salí al jardín.
Y entonces la vi.
Priya, sola, en el centro del claro, moviéndose como si estuviera danzando con la luna.
Su cuerpo era una extensión del aire. Ligero, preciso, bello. Cada giro era un trazo. Cada cambio de postura, una palabra. Estaba entrenando, sí, pero también estaba creando. Había algo profundamente poético en la forma en que lo hacía. Como si su cuerpo supiera contar verdades que su voz no podía decir.
No podía dejar de mirarla.
Estaba hechizado.
Y en algún punto de aquella contemplación, ella lo supo.
Se detuvo. Muy despacio. Giró la cabeza en mi dirección y me encontró. No pareció sorprendida. Como si me hubiera sentido desde el principio.
—Sé que estás ahí.
Su voz cruzó la noche con la misma calma que la había definido en la sala.
Y, acto seguido, lanzó un shiroku. La estrella metálica pasó tan cerca de mi rostro que sentí el roce del aire cortado en la mejilla. Se clavó en el tronco del árbol, justo detrás de mí.
—¿Vas a salir o prefieres que apunte mejor?
Había una sonrisa en sus labios, apenas un trazo, pero no sabría decir si era broma o advertencia.
Salí de las sombras, con las manos alzadas. Ridículo. Rendido. Humano.
—No estaba espiando… solo pasaba por aquí.
Lo dije como quien intenta convencer a un animal salvaje de que no es amenaza. Pero ella no era una criatura salvaje. Era otra cosa. Más peligrosa. Más elegante.
—¿Pasabas por aquí? —repitió, arqueando una ceja mientras cruzaba los brazos—. ¿A estas horas?
Se acercó al árbol, recuperó el shiroku sin apartar la vista de mí. Su silueta se recortaba contra la luna como una pintura que nadie se atrevía a firmar.
—Lo admito —dije, rascándome la nuca—. Me llamó la atención la forma en que te movías. Es… impresionante.
—¿Impresionante? —repitió, y esta vez la sonrisa fue real—. ¿Así es como los Sakai intentan halagar a sus invitados?
—Solo si es cierto.
Por primera vez, vi en sus ojos un destello. No ironía. Curiosidad. Me escaneó con la mirada como si intentara descifrar qué parte de mí decía la verdad.
—Eres diferente a los demás Sakai —murmuró, más para sí misma que para mí—. Menos arrogante. Más… humano.
Me quedé en silencio.
Nadie me había dicho algo así. Nunca. En mi clan, lo humano era debilidad. Lo vulnerable, una mancha. Pero en su boca, la palabra no sonaba a insulto. Sonaba a rareza. A posibilidad.
—¿Por qué viniste aquí realmente?
Pregunté porque necesitaba saber. Porque la duda era una espina clavada desde aquella sala.
Ella alzó la mirada hacia el cielo, como si las estrellas le ofrecieran un refugio que yo no entendía.
—Porque la rabia de mi hermana solo construye muros. Y alguien tiene que buscar el puente.
—¿Y crees que puedes hacerlo sola?
Me miró de nuevo. Esta vez, había en su rostro algo distinto. No fuerza. No desafío. Vulnerabilidad.
—No. Pero alguien tiene que intentarlo.
Y en ese instante, lo supe.
Supe que no se trataba solo de palabras, ni de fuerza, ni de política. Supe que Priya Sanhi no era como nadie que hubiera conocido antes.
No era su belleza. Ni su agilidad. Ni siquiera su mente. Era su modo de existir en el mundo. Como si el caos no la tocara, pero le doliera.
La vi alejarse, caminando con esa serenidad que parecía imposible en medio de todo.
Y cuando desapareció entre los pilares de madera y las luces suaves de la mansión, comprendí que algo dentro de mí se había roto para siempre.
Porque en ella no solo vi una aliada.
Vi el principio de todo lo que me haría dudar de quién era, de lo que defendía… y de lo que estaba dispuesto a traicionar por alguien como ella.