El Clan de las Rosas

26 | Veneno

El despertar fue un latigazo de fuego.

Yoshiro abrió los ojos con esfuerzo, sintiendo el frío del suelo de piedra aferrarse a su espalda como una segunda piel. El aire era denso, saturado del olor a humedad, hierro oxidado y algo más: la peste amarga del veneno que se abría paso por sus venas.

Un parpadeo lento. El techo abovedado de la celda parecía encogerse sobre él.

A pocos pasos, Alexander Montrose se apoyaba contra la pared, frotándose el cuello con una expresión de incomodidad que apenas ocultaba su creciente malestar. Pero al notar que Yoshiro recuperaba la consciencia, su rostro se iluminó con esa sonrisa burlona que utilizaba como escudo, máscara y espada.

—Vaya, Sakai. Has decidido seguir vivo. Qué decepción.

Yoshiro se incorporó con esfuerzo, aferrándose a los barrotes oxidados mientras el temblor de sus extremidades le recordaba que algo se descomponía dentro de él.

Entonces, llegó Arav.

Su figura apareció como una sombra al otro lado de la celda. La luz vacilante de una antorcha dibujaba en su rostro las líneas de un juicio inminente. No había urgencia en sus pasos. Solo una certeza que helaba.

—Bien. Veo que aún tenéis fuerza suficiente para escuchar. Eso será útil —dijo con tono sereno, como si estuviera anunciando una lección y no una condena.

Yoshiro se aferró con ambas manos a los barrotes, la rabia ardiéndole en el pecho.

—¿Qué clase de traición es esta, Arav? ¿Hemos venido a advertirte de tu hermano y nos respondes con una celda?

—Advertencias vacías —replicó Arav, sin elevar la voz—. Palabras sin hechos. Necesito algo más… tangible.

Se inclinó ligeramente, con la calma cruel de quien disfruta de la precisión con la que corta.

—Lila está limpia. Pero Priya… Priya siempre ha sido una incógnita. Y la incertidumbre es peligrosa.

Yoshiro lo miró, comprendiendo de inmediato lo que no se decía.

—¿Qué le has hecho?

—A ella, nada. A vosotros... —su sonrisa se tensó, afilada—. Os he inyectado el veneno preferido de Lila. Un regalo íntimo. Pronto lo notaréis. Primero, un calor insoportable. Después, el fuego se extenderá hasta que vuestras propias venas se conviertan en brasas. Luego… la caída. Un colapso silencioso. Doloroso. Irreversible.

Alexander dejó caer la cabeza contra la pared con un suspiro exasperado.

—Serás hijo de…

—Tenéis veinticuatro horas —prosiguió Arav, sin inmutarse—. Cada minuto os arrebatará algo. Vuestro cuerpo. Vuestra voluntad. Vuestra esperanza.

—¿Por qué? —gruñó Yoshiro, con la voz rasgada—. ¿Esto es tu idea de justicia?

Arav inclinó la cabeza, casi con compasión.

—No es justicia, Sakai. Es una prueba.

Alexander rio con una carcajada amarga.

—¿Una prueba? ¿En serio? ¿Jugáis con venenos como parte de vuestros exámenes?

—Priya debe elegir —dijo Arav, clavando su mirada en Yoshiro—. Si rompe las leyes del clan para salvarte, sabré que nunca fue mía. Que siempre fue tuya.

Yoshiro palideció. El veneno era fuego, pero esas palabras fueron hielo.

—No le harás daño —dijo, con los dientes apretados.

—Yo no necesito hacerlo —susurró Arav, antes de darse media vuelta—. La pregunta es si ella está dispuesta a hacérselo a sí misma.

Y desapareció, dejándolos solos, con la compañía de sus propios cuerpos agonizantes y un silencio que mordía.

Yoshiro golpeó los barrotes, una y otra vez, hasta que sus nudillos sangraron. Su rabia no era ruido: era súplica, era amor disfrazado de furia. Alexander lo observaba con una mezcla de fastidio y algo que, por un instante, pareció compasión.

—Dios, Sakai… ¿quieres dejar de montar el drama? —dijo, cerrando los ojos—. Ni tus berridos ni tus nobles sentimientos nos van a sacar de aquí.

—¿Y tú qué sabes del amor? —espetó Yoshiro.

La sonrisa de Alexander vaciló. Por un segundo, se quebró. Su mirada gris se oscureció como una superficie que deja entrever lo que esconde en el fondo.

«¿Qué sé del amor?», pensó. Pero no respondió. No podía.

No cuando su amor tenía nombre prohibido.

Isabella.

La esposa de su hermano.

Cerró los ojos, como si así pudiera apagar la imagen de ella. Su perfume de jazmín. Su voz. Esa forma de mirar que lo partía por dentro.

—El amor —dijo finalmente— es un lujo que algunos llevamos como una cadena al cuello. Y créeme, no tiene nada de glorioso.

Yoshiro lo miró de reojo. No replicó.

El veneno seguía su curso. Un río de fuego que convertía la carne en ceniza. Pero el dolor físico era lo de menos. Lo insoportable era el otro dolor, el que no tenía forma ni nombre. El de amar a alguien que no te pertenece. El de no saber si ese alguien haría lo imposible por salvarte… o por olvidarte.

—Tienes esa mirada —dijo Yoshiro de pronto—. Como si estuvieras pensando en algo que jamás podrás tener.

Alexander rio con desdén, pero su voz sonó hueca.

—Y tú tienes la de quien aún no ha entendido que hay cosas que no se salvan. Ni personas.

Volvió a recostarse contra la pared, cerrando los ojos con una mueca. El veneno ardía, pero no más que la imagen de Isabella al lado de Dorian. Esa escena que lo visitaba cada noche. Esa condena.

«No es amor», se repitió. Una vez más. Como si pudiese creérselo.

Yoshiro, encorvado junto a los barrotes, apenas respiraba. No sabía si el dolor era peor por fuera o por dentro.

Su mente, en un último intento de huida, se refugió en un recuerdo: la luz de la luna sobre los cerezos en flor, y Priya danzando sola en su jardín. Ella, tan serena. Tan imposible.

Y entonces lo supo.

Su vida no dependía del antídoto.

Dependía de ella.

Y a veces, eso era mucho más letal que el veneno.




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