El palacete del Clan Belladona, escondido en pleno corazón de Roma, era más que una reliquia renacentista: era un templo de poder velado, un santuario donde la historia se escribía entre mármoles blancos y secretos envenenados. Los frescos del techo, obra de manos anónimas ya olvidadas, parecían moverse con la respiración del lugar. Las arañas de cristal colgaban como constelaciones detenidas en el tiempo, iluminando con su luz tibia el salón principal, donde cada sombra podía ser tanto un eco como una amenaza.
Bianca Fiori caminaba en círculos con la elegancia implacable de una loba enjaulada. Su vestido de terciopelo negro arrastraba apenas sobre el suelo de mármol ajedrezado, como una noche que se negaba a amanecer. Llevaba la tensión en los labios, en los hombros erguidos, en el leve repiqueteo del brazalete dorado que resonaba como una cuenta regresiva. Sus ojos oscuros, grandes y austeros, no eran de este siglo.
Junto a la mesa, en un discreto rincón, Trevor Angelini aguardaba con la postura de quien sabe que la espera forma parte del juego. Su coleta baja dejaba caer un mechón rubio sobre la frente y su atuendo sencillo contrastaba con el lujo decadente que lo rodeaba. En las manos, la libreta de cuero de siempre. En su rostro, la contención habitual del que ha aprendido que un gesto inoportuno puede costar una vida.
—Lucius está jugando con fuego, Trevor —dijo ella al fin, sin detener su caminar ni alzar la voz—. Permanecer en Provenza junto a Sylvaine Bellefontaine… es una insensatez que no podemos permitirnos.
Él levantó la vista, deslizando lentamente la pluma sobre la página en blanco. Sus palabras, cuando llegaron, lo hicieron con suavidad medida:
—Sylvaine puede ser muchas cosas, pero no una suicida. Si ayudó a Lucius a invocar el hechizo, también sabe que cualquier movimiento en falso la convertirá en objetivo.
Bianca se detuvo frente al ventanal. El jardín se extendía más allá del cristal, pero las sombras de los cipreses lo engullían todo. La luna tejía sobre la hierba figuras que no se atrevían a moverse.
—Eso es precisamente lo que me inquieta —dijo, casi para sí—. Con ese nivel de poder, nadie actúa sin calcular cada paso. Y ahora que el Clan de las Rosas tiene la Mimosa Nocturna, es cuestión de tiempo que Dorian Montrose se presente en Provenza.
Trevor dejó caer la pluma sobre la libreta con un leve chasquido.
—Montrose… —repitió, más grave de lo que pretendía.
Bianca lo miró entonces, girando con lentitud. En sus ojos había algo que no era solo curiosidad. Era instinto.
—¿Dorian te interesa más de lo que debería?
La pregunta flotó en el aire con la ligereza de un veneno invisible.
Trevor sostuvo su mirada sin parpadear. Cerró la libreta con la meticulosidad de quien entierra algo delicado.
—Me interesa porque sabe lo que quiere. Porque es de los pocos capaces de mover el tablero sin que nadie sepa que ha comenzado una partida.
Ella asintió, aunque la duda se mantuvo. Trevor era un enigma bien construido. Eficiente, leal, siempre presente… pero a veces, demasiado contenido. Bianca sospechaba que bajo aquella apariencia de humanidad tranquila habitaba algo más áspero, más feroz. Y sobre todo, más ambicioso.
Lucius lo retenía desde hacía años en la antesala del poder. Siempre una prueba más. Una tarea más. Un rito que nunca llegaba. Como si temiera lo que sucedería cuando Trevor cruzara ese umbral.
—Sylvaine espera. Lucius juega. Y nosotros… contenemos —murmuró Bianca, volviendo a moverse por la estancia como si el suelo le quemara bajo los pies—. Quiero ojos sobre ellos. Quiero saber qué pretenden. Si alguno respira más de la cuenta, lo sabremos.
Trevor cruzó los brazos, su cuerpo relajado pero su atención en alerta.
—¿Qué deseas que haga?
—Viaja a Provenza. Quédate cerca. Vigila a Sylvaine. Y asegúrate de que Lucius no vuelva a olvidarse de quién sostiene su trono.
La orden no le sorprendió. Al contrario, un brillo fugaz cruzó sus pupilas, como si llevara semanas aguardando aquel momento.
—¿Y bajo qué pretexto?
—Eres mi consejero. Lucius aceptará tu presencia, aunque solo sea por respeto a mí. Y Sylvaine… bueno, Sylvaine ya sabrá que estás ahí. Pero no lo dirá. Aún no.
Trevor recogió su libreta, deslizándola dentro del abrigo. Estaba preparado. Siempre lo estaba.
—¿Algo más?
Bianca se detuvo. Lo miró como si tuviera algo más que decir… pero no lo dijo.
—Sí. No subestimes a Dorian.
Trevor asintió. Pero cuando se giró hacia la puerta, su voz llegó como un eco, apenas un susurro:
—Nunca lo he hecho.
Y se marchó.
Los pasillos del palacete eran largos, silenciosos, cargados de historia y de cosas que nadie se atrevía a nombrar. Trevor caminaba despacio, con la espalda recta, como si la casa pudiera observarlo. Y en cierto modo, lo hacía.
El nombre de Dorian Montrose palpitaba en su mente como una vieja herida aún caliente. No era odio lo que sentía. Ni envidia. Era algo más turbio. Más personal. Cada vez que lo escuchaba, algo en él se tensaba. Un recuerdo, quizás. Una deuda sin saldar.
Entró en sus aposentos, cerró la puerta y encendió la lámpara de escritorio. La luz tibia le dio un respiro. Sacó su libreta y escribió con letra firme:
«La confianza es un arma de doble filo. Y nadie lo sabe mejor que Dorian Montrose.»
Guardó la libreta sin releerla. Se levantó y caminó hasta el armario. De allí extrajo una máscara veneciana. Negra, tallada con filigrana dorada. La apoyó sobre el escritorio y la observó un instante, antes de levantar la mano hacia la cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda. No dolía ya. Pero seguía allí. Como advertencia. Como marca.
Provenza lo esperaba.
Y él no pensaba regresar sin haber demostrado que merecía un lugar entre los suyos.
O destruiría el trono de quien se lo negó.