La luz filtrada por las arañas de cristal descendía en haces dorados, temblorosos, sobre las paredes del salón principal del Clan de las Rosas. Aquella estancia, vastísima y solemne, parecía más un relicario que una sala: un espacio suspendido entre el poder y el pasado, donde los ecos del linaje resonaban entre terciopelos rojos y molduras de oro viejo. Las cortinas, pesadas como tumbas, caían hasta besar el mármol, absorbiendo hasta el suspiro más leve, como si el silencio mismo se hubiese vuelto un animal hambriento.
Serena —aún disfrazada bajo la piel de Samuel— se mantenía erguida, impecable, como una estatua consciente de ser observada. Pero dentro de su cuerpo, el desorden era total. Sentía el temblor bajo la piel, en el pulso que se le aceleraba con un ritmo casi infantil. Todo en ella era contención y vértigo.
Al otro lado de la estancia, Dorian Montrose permanecía de pie frente al ventanal, con la espalda vuelta hacia ella y los hombros ligeramente vencidos. Había en él una vulnerabilidad insólita, apenas insinuada, que la desarmó de inmediato. Vestía de forma impropia para su rango: unos vaqueros oscuros, una camisa arrugada que se ceñía a su torso como una promesa a medio romper, el cabello desordenado y libre, cayéndole sobre la frente como un descuido deliberado. La luz temprana del amanecer tocaba su perfil con timidez, revelando más de lo que ocultaba.
Serena percibió la botella vacía en la repisa. El cristal brillaba con una melancolía muda. ¿Podía el alcohol afectar a los inmortales? ¿O simplemente era un ritual más para simular humanidad?
Respiró profundamente, intentando sofocar el cúmulo de pensamientos y descubrimientos que la atormentaban desde la noche pasada en la biblioteca. Saber más sobre su pasado, su relación con Eleanora, su búsqueda del medallón… todo aquello se entretejía en su mente con una intensidad que apenas podía controlar. Aun así, su máscara de Samuel debía permanecer intacta. Si Dorian llegaba a descubrir todo lo que sabía, acabaría con su vida de acuerdo con las reglas del Tratado de la Concordia.
Dorian giró la cabeza hacia ella con sus ojos azules apagados, sin su aire de arrogancia habitual. La mirada que le dirigió estaba cargada de una decepción que no alcanzaba a comprender. Dorian giró apenas el rostro. Sus ojos —habitualmente glaciales— estaban apagados, como dos estrellas lejanas en una noche sin cielo. Había en su expresión algo que no correspondía con la arrogancia habitual. No ira. No desprecio. Sino una decepción insondable, como si cargara el peso de un juicio que nadie más entendía.
—Samuel —murmuró, y su voz, profunda y rota por la noche, parecía arrastrar el eco de un recuerdo quemado—. Acompáñame. Necesito hablar contigo… en privado.
Serena asintió sin palabras. Su cuerpo se movió antes que su mente, empujado por algo más antiguo que el pensamiento. Lo siguió por un pasillo en penumbra, tapizado de cuadros cuyo contenido nunca había osado mirar. Al final, una puerta de caoba se abrió ante ella como un secreto invitado.
Dentro, la atmósfera cambió por completo.
El baño era un santuario marmóreo, oscuro como un espejo de ónix. El oro antiguo de los grifos brillaba bajo la humedad del vapor, que ascendía como una niebla sagrada desde la bañera de patas de león que ocupaba el centro de la estancia. El aroma del sándalo flotaba en el aire, mezclado con notas de canela y algo más profundo: el olor de Dorian.
Él se volvió hacia ella.
Y, por un momento, Serena sintió que le faltaba el aire.
Su mirada la recorrió sin violencia, pero con una intensidad que la despojaba de todo disfraz. Había en él una calma peligrosa, como si caminara por el borde de algo que ni siquiera él terminaba de entender.
—Ayúdame a desvestirme —dijo, sin énfasis, pero con una autoridad que no admitía réplica.
Serena tragó saliva.
Podía negarse.
Podía decir que no era apropiado. Que no era su lugar.
Pero se acercó.
Sus dedos, torpes al principio, buscaron los botones de la camisa. Cada clic era una pequeña detonación. Un umbral traspasado. La tela se abrió como una herida elegante, revelando la piel tersa y pálida de Dorian, marcada aquí y allá por cicatrices finas como hilos de plata. La humedad del ambiente hacía que su cuerpo brillara como si estuviera hecho de obsidiana y deseo. Serena recordaba ese mismo cuerpo luchando en el Torneo de las Bestias, moviéndose con una precisión casi animal. Pero ahora, desnudo de su rol, parecía más vulnerable que peligroso.
Al bajar la camisa por sus hombros, los dedos de Serena rozaron la clavícula de Dorian.
Y entonces él tembló.
Fue apenas un espasmo. Un latido más rápido. Pero ella lo sintió. Y su mundo se tambaleó.
Dorian le atrapó las muñecas con firmeza, pero sin violencia.
—¿Te incomoda esto, Samuel? —preguntó, acercando su rostro al suyo, hasta que sus alientos se mezclaron.
El tono era suave, insinuante, pero bajo la superficie palpitaba algo más: una necesidad antigua, un hambre que nada tenía que ver con la sed de sangre.
—No, señor —dijo ella, ahogando su voz para no quebrarse.
Retrocedió un paso, permitiéndole terminar de desnudarse. Dorian lo hizo sin apuro, con la parsimonia de quien no teme ser visto. Se sumergió en la bañera sin apartar los ojos de ella, y al recostarse, el agua se agitó con un susurro sordo.