El aroma dulzón de las flores en descomposición flotaba en el aire como un presagio. La sede del Clan del Jazmín se alzaba en la penumbra, blanca como el hueso bajo el velo de la noche, salpicada de luces cálidas que emergían de las farolas del jardín como luciérnagas cautivas. En ese entorno suspendido entre el perfume de los lirios y el crujir de la piedra, Priya avanzaba con paso firme, envuelta en su propio silencio.
Su figura cortaba el aire como una lanza. La larga trenza que recogía su cabello se balanceaba tras ella como una serpiente dormida. Cada pisada era exacta, calculada, pero la inquietud se filtraba bajo su piel como un veneno lento. Hacía meses que Arav no la convocaba. Y ahora, la llamada había sido breve, sin cortesías. Algo en el tono de su mensajero la había perturbado. Lo conocía demasiado bien como para no percibir la gravedad escondida bajo su aparente calma.
Atravesó el patio central, de piedra clara y pulida, con estanques en calma y faroles encendidos como custodios. Allí, frente a la puerta principal, Arav Naga aguardaba. Erguido. Inmóvil. Su silueta recortada contra la fachada parecía la de una estatua olvidada por el tiempo.
Sus miradas se cruzaron.
No fue un saludo.
Fue un reconocimiento entre dos fuerzas antiguas.
Sin decir palabra, él le hizo un gesto para que lo siguiera por los pasillos interiores, envueltos en penumbras índigo y tapices bordados con historias de guerras pasadas y tratados sellados con sangre. El murmullo de sus pasos sobre la alfombra era casi imperceptible.
Entraron en una sala silenciosa, envuelta en el perfume de jazmín seco y con las paredes teñidas de azul profundo, el color de la lealtad entre los nagas. Se sentaron frente a frente, sobre cojines rojos que rodeaban una mesa baja tallada a mano. Una criada les sirvió el té en silencio, con gestos suaves, como si supiera que el aire estaba a punto de quebrarse.
—La situación es grave —empezó Arav, sin adornos, sin preámbulos—. Se han vertido acusaciones contra Lila. Graves. Peligrosas.
Priya sostuvo la taza entre las manos, pero no bebió. Su rostro permanecía sereno, aunque el pulso le golpeaba en la garganta. Había sospechado que todo giraría en torno a su hermana. Y lo más probable es que Yoshiro estuviera detrás. Ella misma le había advertido. Si había hablado con Dorian, el líder del Clan de las Rosas querría comprobar la veracidad de sus palabras. Aquel hombre no creía en nadie.
—¿Dónde está Yoshiro? —preguntó con calma, evitando su mirada. El temblor en su voz solo era perceptible para alguien que la conociera demasiado bien.
Arav removió su té con una cucharilla de plata. El tintineo leve fue más elocuente que cualquier respuesta inmediata.
—Vino con su historia. Que Lila conspira con Sundar. Que ella misma filtró información al enemigo.
—¿Y tú qué has hecho?
Su tono era plano, pero su espalda ya estaba recta, rígida como la cuerda de un arco.
—Lo que debía —contestó él, sin emoción aparente—. Lo he envenenado.
La palabra cayó como una piedra en un estanque helado. No hubo gritos. Solo el lento alzarse de Priya, como si cada vértebra de su cuerpo respondiera a una ofensa milenaria.
—¿Con qué propósito?
—Probar tu lealtad.
No se movió. No parpadeó. Pero algo en su pecho pareció torcerse.
—¿Cuánto tiempo tiene?
—Veinte horas. Tal vez menos si lucha.
Priya cerró los ojos un instante. Vio el rostro de Yoshiro aparecer en su mente como una aparición hecha de fragilidad y de recuerdos que no sabía que tenía. Recordó su voz calmada. Su manera de apartar el mundo cuando la miraba. Su tacto.
—¿Y si te demuestro que Lila está del lado de Sundar? —dijo, con un tono que ya no era el de una hermana, sino el de una guerrera.
—¿Delatarías a tu sangre… por ese zorro?
La pregunta fue un disparo. Cruel. Certero.
Priya apretó la taza entre sus dedos. El líquido temblaba dentro, como si recogiera la tormenta que ella contenía por fuera.
«Lila es mi pasado. Pero Yoshiro… él es lo que me queda del futuro.»
—Descubrir al traidor es mi deber. Aunque sea mi hermana. Tú eres el líder. Confía en mí —dijo, y su voz, aunque suave, contenía una resolución de hierro.
Arav dudó. Solo un segundo. Pero fue suficiente.
—No puedo —respondió, finalmente. Se alejó de ella como si necesitara distancia, como si su presencia quemara.
—¿Te niegas a conocer la verdad, o temes lo que revelaría? —le lanzó, sin rencor, pero sin indulgencia.
Arav la observó, con un pesar que comenzaba a dibujarse en sus facciones. La conocía. Había crecido a su lado. Compartían historia, batallas, derrotas. Habían enterrado a los mismos muertos.
—¿Esto es por el clan… o por él? —preguntó, al fin.
La pregunta era una daga. No dirigida a su corazón, sino a su conciencia. A ese lugar donde se esconden las decisiones imposibles.
Priya bajó la mirada. Un nudo se formó en su garganta. No había palabras para esa verdad.