El Clan de las Rosas

30 | Alexander

PARÍS

HACE 20 AÑOS

La luz de la luna se colaba por una rendija de las cortinas, descarada y muda, como si también quisiera presenciar lo que quedaba de nosotros. Su resplandor caía sobre las sábanas, aún desordenadas, impregnadas de piel y de una presencia que se negaba a irse. Me apoyé contra el cabecero, sintiendo el frío de la pared en la espalda, como si la piedra misma quisiera recordarme que ya era demasiado tarde. La habitación olía a vino derramado, a cera derretida… y a ella. Siempre a ella. Como una cicatriz sin cerrar.

Isabella Marceau.

Su nombre era una maldición que sabía a gloria. Su perfume, ese maldito perfume mezcla de jazmín y algo más oscuro —como el tacto de la traición envuelto en seda—, aún flotaba en el aire, más persistente que mis recuerdos.

La miraba mientras se abrochaba el vestido negro de satén, con esa calma meticulosa de quien ha cometido un crimen perfecto. Lo hacía de espaldas, como si ya se hubiera marchado antes siquiera de irse. Su melena caía sobre sus omóplatos como una cascada domada. Cada uno de sus gestos tenía el sabor a despedida irreversible.

—¿Ya te vas? —pregunté, con la voz más áspera de lo que pretendía. Quería sonar indiferente. Frío. Pero la herida aún sangraba.

Ella giró apenas el rostro. Lo justo para que la luna le dibujara el perfil. Ni una palabra de más. Ni un atisbo de duda.

—Mañana es la fiesta de compromiso.

La frase cayó como una lápida.

Tragué saliva. Sentí cómo la ira me subía desde el estómago y me golpeaba el pecho con los puños cerrados.

—¿Y eso qué importa? —escupí. Mi voz era veneno puro—. No le amas. No puedes amarlo. Esto es una farsa.

Se giró. Su silueta era una estatua griega tallada para herir. Y lo conseguía.

—No es una mentira, Alexander. Es estrategia. Dorian tiene poder. Y ese poder… me pertenece.

Mi hermano. Siempre él. Siempre el maldito Dorian.

Me incorporé de golpe. Las sábanas cayeron como el telón de una escena que no debía repetirse.

—¿A ti? —reí, pero sonó más a alarido—. ¿Desde cuándo te vendes tan barato?

Ella sonrió. Una línea de hielo.

—Desde que comprendí cómo se gana en este juego. No se trata de amor. Se trata de poder. Y tu hermano puede dármelo. Tú no.

Cada palabra suya era un disparo en el pecho. Un disparo con mi nombre grabado en la bala.

Quería gritarle que era una cobarde. Que estaba huyendo. Que me había mentido con cada caricia. Pero lo que salió fue otra pregunta, más baja, más rota.

—¿Y nosotros? ¿Qué somos?

Su silencio duró una eternidad. Y cuando respondió, lo hizo sin parpadear.

—Un secreto.

Un secreto. Como una nota escrita a lápiz en un margen. Algo que se borra con el tiempo.

Avancé hacia ella. Desnudo, vulnerable y furioso, como un dios caído en desgracia.

—¿Por qué te vendes, Isabella? Tienes el mundo a tus pies. No necesitas arrodillarte ante nadie. Y mucho menos ante Dorian.

Ella me miró como se mira a un perro herido.

—Y tú sigues siendo ese niño que juega a odiar al mundo. Un niño que no soporta que algo no le pertenezca.

—No es eso. Es que él no te merece. No te ve. No te toca como yo. No te siente como yo.

—Tal vez no. Pero es un monstruo con poder. Y yo necesito monstruos, no poetas.

Su frialdad me destrozó. La amaba. Dios, la odiaba. Quería besarla hasta que sangrara y, al mismo tiempo, sacarla de mi vida con una patada. Pero no podía. Estaba atrapado. Como siempre.

—Te estás condenando —dije, con los dientes apretados.

—Tal vez. Pero al menos lo hago con los ojos abiertos. Tú no puedes decir lo mismo, Alexander.

Cogió su abrigo. El silencio era tan denso que apenas se oía su respiración. Dio unos pasos hacia la puerta. Cada uno fue un puñal en mis entrañas.

—Lo quieras o no —dijo, con la mano sobre el pomo—, este es el camino que he elegido.

Se detuvo. Por un segundo, solo uno, su máscara de hielo se quebró. Sus ojos titilaron como si algo en ella se resistiera a lo inevitable. Pero luego volvió a alzarse, altiva, perfecta.

—Adiós, Alexander. Olvídame.

La puerta se cerró. Un clic sordo. Definitivo.

Y yo me quedé allí, desnudo, ardiendo por dentro, con el olor de su cuerpo clavado en mis pulmones y el vacío echando raíces en mi pecho.

Me dejé caer en la cama como un hombre que ya no sabe luchar. El frío de las sábanas me mordió la espalda, pero no dolía tanto como su voz. Como su despedida.

Solo quedaba el odio.

Odiaba a Dorian. Por haber nacido primero. Por tener siempre lo que yo deseaba. Por mirarla como si no supiera lo que tenía entre las manos.

Odiaba a Isabella. Por hacerme sentir como un niño mendigando amor.




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