Las lámparas de aceite arrojaban una luz dorada y temblorosa sobre los tapices púrpura del palacete del Clan del Jazmín. El aire, impregnado de incienso y nostalgia, flotaba espeso entre los muros de piedra, como si cada rincón susurrara antiguos juramentos sellados bajo luna llena. Fue allí, en uno de los aposentos del ala este, donde Lila y Priya volvieron a encontrarse.
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se abrazaron. Demasiado silencio, demasiadas decisiones tomadas en soledad. El contacto fue breve, pero cargado de un temblor invisible, como si ambas supieran que aquella reunión no traía consuelo, sino grietas.
Lila, la mayor, envuelta en una manta bordada con hilos de plata, tenía el rostro sereno, aunque los ojos delataban una inquietud que no lograba aplacar. Se sentaron una frente a la otra, en unos sillones de respaldo alto tapizados en granate, herencia de generaciones antiguas. El té de jazmín humeaba entre ellas, como si el aroma pudiera invocar el pasado.
Priya apartó la mirada unos segundos, como si cada palabra que estaba a punto de pronunciar pudiera cambiar el curso de algo más grande que ambas.
—¿Recuerdas a la humana de la que te hablé hace años? —su voz era un susurro apenas audible sobre el chisporroteo de las velas.
Lila asintió, sin necesidad de fingir memoria.
—Serena —dijo con tono neutro, pero no indiferente.
Priya sostuvo la taza entre las manos, como si el calor pudiera disolver el peso de lo que estaba a punto de confesar.
—Ella tiene un arma. Algo capaz de destruir a Sundar.
La taza de Lila se detuvo a medio camino de sus labios. Sus ojos, de un verde que recordaba a los bosques en plena tormenta, se fijaron en los de su hermana.
—¿Cómo lo sabes?
Priya bajó la mirada. Le costaba verbalizar aquello que ni ella misma terminaba de comprender.
—La he sentido. Desde siempre. Como un eco. Desde que era niña, he soñado con ella, he caminado en sus pensamientos. Hay algo entre nosotras, un vínculo extraño que no sé explicar. No me conoce, pero yo... llevo su historia como si fuera mía.
Lila no respondió de inmediato. En lugar de eso, se inclinó hacia adelante y le apretó las manos con ternura. Era un gesto antiguo, aprendido en las noches sin hogar, cuando su madre les borraba el pasado con un hechizo y les susurraba “no os asustéis, pequeñas mías, todo empezará de nuevo”.
«Siempre juntas», repetían entonces, mientras cerraban los ojos y se dejaban tragar por el olvido.
Pero aquella promesa, tejida con voces infantiles bajo lunas ajenas, ahora pesaba como una cadena oxidada.
—No digas nada de esto a Arav —pidió Priya, con los ojos velados por la súplica—. Aún no. No hasta que esté segura de lo que significa. Ni siquiera él debe saberlo.
Lila frunció el ceño. Algo en la voz de su hermana le resultaba extraño, desequilibrado. Como si la línea entre la devoción y la obsesión se hubiera vuelto imperceptible.
—Estás arriesgando demasiado, Priya —murmuró, con una preocupación que no intentó disimular—. Has cambiado. Desde que estás cerca de ese... kitsune. No te reconozco.
Priya la miró. Y en su mirada había algo roto. No una grieta, sino una fisura que había crecido en la oscuridad y que ahora amenazaba con partirla entera.
—Prométeme que no le contarás a nadie lo que acabo de decirte.
Lila asintió, lentamente, sin saber que, al hacerlo, acababa de firmar su propia sentencia.
El abrazo con el que se despidieron fue cálido. Humano. Un eco de tiempos en los que ambas eran niñas y lo único que importaba era no soltarse jamás. Pero mientras los brazos de Lila se cerraban alrededor de su hermana, no sintió el peso del pequeño dispositivo que se adhería a la base de su nuca, escondido bajo el cabello recogido con elegancia.
Un micrófono.
Una trampa.
Una cadena invisible que sellaba la traición con ternura.
Priya salió del aposento conteniendo el temblor que le recorría las piernas. Su corazón palpitaba con fuerza, no por culpa de la adrenalina, sino del miedo. El reloj corría. El veneno avanzaba lento, implacable, en las venas de Yoshiro. Y ella aún no tenía pruebas.
La desesperación se filtraba por sus poros como un perfume agrio. No había grabaciones incriminatorias. No había nombres pronunciados en la sombra. Solo conversaciones banales. Silencios. Secretos bien guardados.
Sus fuentes le habían asegurado que Lila colaboraba con Sundar. Que había susurros en los pasillos. Movimientos que escapaban al control de Arav. Y, sin embargo, no había conseguido atrapar una sola palabra que la condenase.
«¿Y si estaba equivocada?»
La idea le heló la sangre. Pero ya no podía detenerse. No ahora.
Cuando quedaban apenas unas horas para que el veneno hiciera su último trabajo, Priya decidió ejecutar el plan B. Aquel que siempre había temido utilizar. Aquel que la convertiría, definitivamente, en otra cosa. En alguien que no sabía si su hermana podría perdonar.
Volvió sobre sus pasos. El palacio dormía, envuelto en ese silencio espeso que precede a la tormenta. Las puertas de los aposentos de Lila estaban cerradas, pero Priya tenía la llave. Siempre la había tenido.