El comedor secundario del Clan de las Rosas no alardeaba de lujo, pero tampoco lo disimulaba. Era un lugar que jugaba a ser discreto, aunque en cada detalle se intuía la huella de la vieja riqueza: las alfombras persas, gastadas por los años, cubrían las losas de piedra como si quisieran sofocar el eco de pasos antiguos; las paredes, forradas de madera barnizada con mimo casi religioso, respiraban una calma tensa. Y desde el techo, una lámpara de hierro forjado colgaba con la solemnidad de quien lleva siglos vigilando los secretos de la casa, vertiendo su luz dorada sobre la mesa alargada de roble, donde se decidían cosas más importantes que un simple almuerzo.
Allí, entre conversaciones disimuladas y risas contenidas, Serena —disfrazada como Samuel— masticaba con desgana un trozo de pan que le sabía a polvo y fingimiento. Se sentía atrapada, como si cada bocado fuera una piedra que acumulaba peso en su estómago. Frente a ella, James, el jefe de seguridad del clan, presidía el almuerzo con la solemnidad de un general en tregua, mientras los demás guardaespaldas bromeaban entre susurros que sabían hasta dónde podían llegar sin ser reprendidos.
Cinco hombres. Cinco piezas del ajedrez de Dorian Montrose. Todos armados, disciplinados, leales. Todos ignorantes del teatro macabro que latía bajo sus pies.
El sonido de la puerta interrumpió el murmullo contenido, y el mundo pareció detenerse un segundo. Serena alzó la mirada… y allí estaban. Dorian y su esposa, Isabella.
La entrada de ambos fue como una grieta en la fachada de normalidad: majestuosos, distantes, cruelmente bellos. Isabella caminaba como si flotara, envuelta en un traje azul celeste con una boina a juego que enmarcaba su rostro sereno y mortal. Dorian la escoltaba con una chaqueta verde oscuro que resaltaba sus rasgos afilados. Como un depredador en reposo.
Serena tragó en seco. El trozo de pan se convirtió en una esquirla que rasgó su garganta.
Desde que el baño —ese maldito baño— selló entre ellos un pacto sin nombre, había evitado a Dorian con la habilidad de una sombra que teme a la luz. Ni una mirada, ni una palabra de más. Solo órdenes obedecidas con precisión. Solo distancia. Solo control.
Pero al verlos juntos, a él tan sereno y a Isabella tan perfecta, el suelo pareció ceder bajo sus pies. ¿Cómo podía fingir que nada había sucedido, cuando aún sentía el roce de sus dedos como brasas bajo la piel? ¿Cómo seguir respirando, si cada vez que lo hacía, su mente se llenaba de imágenes que no quería recordar?
Dorian cruzó la estancia sin mirar a nadie más. Solo a ella. Solo a Samuel.
La fulminó con la mirada durante una fracción de segundo, y luego le hizo un leve gesto con la cabeza. Una señal.
Le pertenecía.
Serena se levantó con torpeza contenida. Su pecho oprimido, sus pensamientos confusos, su alma hecha jirones bajo el disfraz. Isabella se quedó junto a James, como si esa escena no la involucrara, como si no supiera nada. Como si no sospechara que el deseo de su marido había comenzado a fracturarse por los bordes.
Dorian caminó delante de Serena sin decir palabra, guiándola hacia un pasillo lateral que descendía hacia las entrañas del palacio. La piedra se volvía más áspera, más húmeda a medida que avanzaban. El aire se enfriaba. La luz, más escasa. Las paredes, angostas y húmedas, susurraban ecos de cosas que no debían decirse.
—Ven conmigo —dijo al fin, en voz baja, sin volverse—. Quiero que veas algo.
Serena no respondió. Su garganta se había convertido en una cárcel de nudos.
Descendieron hacia las mazmorras, donde el aire parecía no renovarse desde hacía siglos. La humedad colgaba como telarañas invisibles y el olor era una mezcla de moho, piedra y desesperación. Las gotas que caían de una grieta lejana marcaban un compás lúgubre, como si el tiempo mismo se derritiera en aquel rincón del mundo.
Frente a una puerta oxidada, Dorian se detuvo. Hizo una seña a uno de los guardias, que giró la llave con parsimonia. El chirrido que emergió de la cerradura fue casi animal. Una advertencia, quizás. O una elegía.
La puerta se abrió. Y el mundo de Serena se desmoronó.
Allí, encadenado como una sombra que se niega a desaparecer, estaba Jonás.
Su Jonás.
Su rostro, inclinado hacia adelante, ocultaba en parte los estragos de la tortura. Su cabello, ennegrecido por el sudor, caía como una cortina sobre su frente herida. Las muñecas, envueltas en sangre seca, colgaban de las cadenas con una languidez que dolía. Su cuerpo era un lienzo de hematomas y cortes. Cada respiración suya parecía arrancada de lo más profundo del abismo.
Un sonido escapó de la garganta de Serena, entre gemido y lamento, antes de que pudiera detenerlo.
—¿Lo reconoces? —preguntó Dorian con una suavidad envenenada.
Serena apretó los dientes. Se obligó a no moverse. A no gritar. A no correr hacia él. A no dejar que la verdad se escurriera entre sus labios.
«No lo mires como Serena.»
Respiró hondo. Las lentillas de Samuel ardían sobre sus ojos enrojecidos.
—¿Quién es? —preguntó, con voz seca, quebrada. Inhumana.
Dorian se giró hacia ella. Sus ojos eran dos glaciares resquebrajados por un sol lejano. La estudió. Observó cada milímetro de su rostro, buscando algo. Una grieta. Una mentira. Un recuerdo.