El Clan de las Rosas

33 | El Plan de Serena

El sonido hueco del puño del guardia golpeando la puerta de hierro rebotaba contra las paredes húmedas del pasillo como un presagio. Serena —oculta aún tras la identidad de Samuel— apenas lo oyó. Todo su mundo se reducía a aquella figura desplomada sobre las piedras, con la piel amoratada y el aliento atrapado en un hilo tan débil que apenas parecía humano.

Jonás.

Sus muñecas estaban rotas por la presión de las cadenas. Cada movimiento hacía tintinear el metal como un lamento. Sus ojos, antes vivos y tenaces, eran ahora pozos turbios de dolor.

—No puedes hacer esto, Serena —murmuró él, con voz quebrada, apenas un susurro ensangrentado—. Es demasiado peligroso…

Ella se obligó a no temblar. El temblor era un lujo que ya no podía permitirse.

—Es nuestra única opción —dijo, aunque la firmeza de sus palabras se quebró al final de la frase, como si incluso la verdad se negara a sostenerla.

Jonás rió, una risa amarga que se quebró en un gemido sordo. La sangre resbaló desde la comisura de sus labios y manchó su camisa rasgada. Serena tragó saliva. Quiso tocarlo, cubrirle el pecho, protegerlo con su cuerpo como un escudo. Pero no podía. No allí. No siendo Samuel.

—Eso no es una opción, Serena… es una sentencia de muerte. —Jonás jadeó—. Ese hombre… ese demonio con piel de dios… no tiene alma.

Ella bajó la mirada, luchando contra el aguijón punzante que se le clavaba entre las costillas. Lo había visto de cerca. Había sentido su voz rozarle el cuello como un cuchillo envuelto en terciopelo. Dorian Montrose no necesitaba levantar la mano para destruir a alguien. Bastaba con su presencia, su aliento, su mirada.

—Si quiere a Serena… la tendrá —murmuró—. Pero en mis términos. Seré yo quien negocie.

Jonás negó con la cabeza, un movimiento que le costó sangre y aire.

—¿Negociar…? —tosió—. No puedes negociar con un dios sediento. Dorian no hace pactos. Solo impone castigos.

Ella se arrodilló, y por un instante, el disfraz de Samuel pareció desdibujarse. Acarició su rostro herido, ese rostro que conocía más que el suyo propio. El rostro que había amado en una vida que ahora le parecía ajena.

—No pienso dejarte morir aquí. Tiene algo que ver con un medallón… uno que Óscar le arrebató. Pero no sé a qué se refiere.

—Yo tampoco… —susurró Jonás, cada palabra un arañazo en su garganta—. Me dijo que era una reliquia. Una rosa entre espinas… pero no recuerdo haber visto nada así nunca.

Serena llevó la mano a su cuello. Bajo la camisa, descansaba su colgante. El único regalo que Óscar le había hecho. Un detalle insignificante, una cadena de plata sin flor ni espinas, sin misterio aparente… salvo que, ahora, comenzaba a dudar de todo.

Los ojos de Jonás se fijaron en los suyos. Ya no había reproche en ellos. Solo amor. Y miedo.

—Si te descubre… no solo te matará, Serena. Lo disfrutará.

Ella asintió apenas. Las palabras ya no le alcanzaban. El terror se sentía como una jaula cerrándose en torno a su garganta.

—Tengo un plan. Diana me ayudará.

Jonás intentó reír. Lo que salió fue una tos húmeda y roja.

—Diana… —musitó—. No sé si confiará en ti. No después de cómo te marchaste…

Serena apretó su mano con fuerza.

—Tengo que intentarlo. No voy a perderte.

No podían hablar más. No allí. Las paredes de piedra tenían oídos.

Entonces, sin previo aviso, Serena le propinó un puñetazo seco en la mejilla. La sangre brotó con violencia, tiñendo su propia mano. Jonás la miró, sin sorpresa, sin rabia. Solo con resignación.

—Lo siento —susurró.

Llamó al guardia. La puerta se abrió con un chirrido metálico, y el hombre apareció con su revólver desenfundado.

—Tengo lo que el señor Montrose buscaba. Por fin ha hablado.

El guardia frunció el ceño, sus ojos viajando del rostro ensangrentado de Jonás al puño cerrado de Serena.

—¿Qué información?

—No es asunto tuyo —replicó con frialdad, imitando el tono gélido de Samuel.

El hombre no respondió, pero tampoco retrocedió.

—Vamos. Montrose te espera.

Serena sabía que no conseguiría deshacerse de su sombra. El guardia la seguiría hasta el infierno si Dorian lo ordenaba. Aún así, debía intentarlo.

En su habitación, bajo el ojo escrutador del hombre, Serena rebuscó entre sus cosas hasta encontrar el pequeño teléfono con tarjeta prepago. Un dispositivo destinado a emergencias. Emergencias como aquella.

Salió al jardín, con el guardia a varios metros de distancia, y marcó con dedos temblorosos.

Tres tonos. Un silencio que se hizo eterno. Y luego, por fin:

—¿Serena?

La voz de Diana la atravesó como una aguja. Serena tragó saliva.

—Jonás… está vivo. Pero no por mucho tiempo.

Un silencio.

—¿Dónde?




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