MADRID
HACE TRES AÑOS
Madrid, desde aquel ventanal en penumbra, se extendía como una postal antigua, teñida por los trazos dorados de una noche sin promesas. Las luces de la ciudad titilaban allá abajo, indiferentes a lo que ocurría en aquel pequeño restaurante suspendido sobre el mundo. Una luna llena colgaba del cielo como una advertencia muda, y sin embargo, mi atención no estaba en ella. Ni en la ciudad, ni en el cielo. Estaba en lo que no decía. En lo que estaba a punto de suceder.
Mi reloj marcaba los segundos con una exactitud insultante. Tic. Tac. Tic. Tac. Cada latido ajeno retumbaba en mis muñecas como si pretendiera recordarme que el tiempo seguía avanzando… aunque yo no.
Jonás había ido a por la carta. A solas, aproveché para recolocar un mechón rebelde que se empeñaba en salirse del recogido que tanto me había costado perfeccionar. Llevaba un vestido negro ajustado, discreto, con diminutos bordados verde esmeralda que resaltaban el color de mis ojos. Diana dijo que era perfecto. Yo no estaba tan segura. Me sentía disfrazada, como si intentara encajar en una vida que ya no era mía.
Cuando Jonás regresó, el aire pareció cambiar. Él tenía esa forma de llenar el espacio sin esfuerzo, sin alardes. Se sentó frente a mí con la serenidad de quien cree —o necesita creer— que todo puede recomponerse. Su traje oscuro le sentaba bien. Demasiado bien. Sonreía. Esa sonrisa cálida que siempre había tenido la maldita capacidad de romper mis defensas.
—Estás preciosa hoy —dijo, con esa voz que nunca supo disfrazar del todo.
Le respondí con una sonrisa débil. Habíamos pasado meses reconstruyendo algo que, en realidad, no sabíamos si podía reconstruirse. Nuestra ruptura fue una implosión silenciosa, y ahora caminábamos sobre cristales rotos, intentando no sangrar demasiado.
Hablamos de cosas inofensivas. De la policía. De casos que compartíamos a medias. De lo que vendría, aunque ninguno se atrevía a nombrarlo con claridad. Hablamos para evitar el silencio. Y, sobre todo, para no hablar de él.
Dorian.
Su sombra estaba ahí, sentada a la mesa con nosotros. No hacía falta mencionarlo. Bastaba con el silencio que lo rodeaba todo.
El camarero trajo champagne, con ese ceremonial que solo tienen los lugares donde las emociones están a flor de piel. Mientras servía, algo brilló en mi copa. Me incliné ligeramente.
Un anillo.
La luz de la lámpara lo convirtió en una estrella, pequeña y absurda, suspendida en el líquido burbujeante.
Levanté la vista.
—Jonás… —mi voz fue un susurro afilado—. Esto es demasiado pronto.
Él no se inmutó. Solo respiró hondo y me tomó la mano, como quien intenta atrapar un recuerdo antes de que desaparezca.
—Nunca será el momento ideal, Serena. Lo sé. —Sus palabras eran suaves, pero detrás de ellas latía una fuerza que no esperaba—. Pero si espero a que todo esté bien, a que tú estés bien, puede que no lo haga nunca. No quiero seguir esperando a que desaparezcas otra vez.
Tragué saliva. Noté que mis dedos querían apartarse, pero no lo hicieron. Me quedé quieta, escuchando.
—Sé que llevas demonios contigo. Y sé que no me los vas a mostrar todos. No me importa. —Su mirada me atravesó—. Solo quiero caminar contigo. Aunque sea entre ruinas. Porque te amo. Y no me pienso rendir.
Las palabras se clavaron en mí como una herida lenta. Bellas. Crueles. Cargadas de esperanza.
Volví la mirada hacia el anillo. Era hermoso. Demasiado. No por su forma, ni por su brillo. Sino por lo que significaba. Un futuro que no sabía si podía ofrecerle. Un presente que aún me pesaba como una condena. Un pasado que me perseguía con colmillos afilados.
—No puedo prometerte nada —le dije al fin, con la voz entumecida por la culpa—. No sé si sabré amarte como te mereces. A veces, ni siquiera sé si aún tengo algo dentro que pueda llamarse amor.
Jonás asintió, sin soltarme.
—Yo no necesito certezas. Solo quiero que lo intentes.
Me quedé en silencio. Mi cabeza decía que no. Que lo más sensato era apartarme, no arrastrarlo más en este torbellino de mentiras y muerte. Pero mi cuerpo, traidor, ya se había levantado.
Di la vuelta a la mesa. Me incliné. Lo besé.
Despacito. Como si temiera romperlo. Como si ese gesto pudiera sellar una grieta. No era una respuesta. Era una promesa. O quizás un intento.
Y eso, para mí, ya era demasiado.