El Clan de las Rosas

36 | Descubrimiento

La música flotaba en el aire como un perfume antiguo, y la luz dorada del salón se derramaba sobre las paredes cubiertas de terciopelo, sobre las máscaras venecianas, sobre los rostros ocultos… y sobre ella.

Serena Jensen.

Dorian la contemplaba desde la penumbra, como un depredador que analiza cada músculo del cuerpo de su presa antes de saltar. La silueta de la joven se movía con la precisión de un reloj suizo, envuelta en un vestido negro que absorbía la luz y revelaba más de lo que ocultaba. El tejido se ceñía a sus curvas como una confesión silenciosa, y la máscara de encaje —más símbolo que disfraz— no alcanzaba a velar la intensidad de sus ojos verdes. Había en su forma de caminar una cadencia indomable, casi desafiante, como si llevara dentro de sí un secreto que nadie debía descubrir… o quizá uno que ardía por salir a la superficie.

Y sus labios… Dorian se permitió una pausa al mirarlos. Rojos, suaves, trazados con una elegancia que parecía hecha para el pecado. No necesitaban pronunciar amenaza alguna: bastaba el gesto sutil con el que los fruncía para encenderle la sangre.

Ella no lo sabe aún, pensó con una punzada de ira contenida, pero lleva la muerte escrita en la espalda.

Había querido destruirlo, había intentado jugar al mismo juego de sombras con él, y ahora venía a pedirle clemencia. Una ironía deliciosa. Si no le hubiese hecho falta viva, si no la necesitara para recuperar aquello que le pertenecía por derecho —el medallón, su legado, el eco de Eleanora—, ya estaría enterrada junto al traidor de Óscar. Y lo haría. Lo haría en cuanto obtuviera lo que buscaba.

Pero por ahora, que bailara.

—Así que ha venido a por su prometido —dijo él por fin, con una voz que resbaló entre ambos como una daga envainada—. ¿Jonás, era?

Serena apenas parpadeó, pero el leve estremecimiento de sus hombros no pasó desapercibido para Dorian.

—He oído que fue suspendida de la policía… por no tratarme con la debida cortesía —añadió, como quien desliza veneno en una copa de cristal.

Ella alzó la barbilla. Lo hizo con esa dignidad suya que nunca terminaba de quebrarse.

—Haré lo que sea necesario para recuperarlo, señor Montrose.

La orquesta, como si supiera que era el momento, dejó caer los primeros acordes de un vals. Dorian extendió la mano, y antes de que ella pudiera negarse, la rodeó con su brazo y la arrastró al centro del salón.

Su cintura era delgada bajo el tacto de su palma, y su respiración, aunque controlada, temblaba levemente contra su pecho.

—Su difunto esposo —susurró Dorian, casi rozándole la sien— me robó un medallón de oro. Una rosa entre espinas, tallada con símbolos antiguos. Si me lo entrega, quizás le permita vivir.

—No es suficiente —replicó ella, y sus palabras eran puro acero—. Quiero su palabra de que lo dejará libre. Sano. Entero.

Dorian sonrió, lento, como si estuviera saboreando algo más que la música. Sus labios se acercaron a su oído, y su voz descendió un grado.

—Mi palabra... —repitió, con una mueca apenas burlona.

Fue entonces cuando un aroma sutil le golpeó los sentidos. Lavanda.

Lavanda.

Su mente reaccionó antes que su cuerpo. Samuel también huele así.

Un impulso —racional, instintivo, o quizá meramente vengativo— le hizo separarse medio paso. Su mirada cayó sobre el cuello de Serena. Y lo vio.

Un lunar.

Un diminuto punto de color café, situado justo donde lo había visto antes. En otro cuerpo. En otro rostro.

En Samuel.

La música siguió, ignorante. El salón giraba a su alrededor, y él solo pudo mirar más allá, hacia un rincón de la sala, donde «Samuel» —el otro— observaba la pista con los brazos cruzados, como un reflejo mal colocado en el espejo de una pesadilla.

No puede ser...

Pero ya lo sabía.

La mujer entre sus brazos le habló, ajena al vendaval de revelaciones que acababa de atravesarlo.

—No estoy aquí para jugar a adivinanzas, señor Montrose —dijo, con voz tensa—. Necesito una respuesta.

Dorian parpadeó. Una vez. Luego su expresión se relajó, y lo que emergió fue una sonrisa perfecta… demasiado perfecta.

—A Jonás no le queda mucho tiempo, señorita Jensen. Quizá ya esté muerto cuando lleguemos.

Serena dejó de bailar. Fue apenas un gesto, pero tan absoluto como una sentencia.

Las palabras de Serena cayeron como plomo en la garganta de Dorian.

Por un instante, solo uno, desvió la mirada hacia su reloj. Pero no fue el gesto lo que lo desarmó. Fue el temblor. El mismo, exacto y maldito temblor que él había visto una y otra vez en Samuel, cada vez que el joven se sentía acorralado. La forma en que sus dedos se entrelazaban al cruzar los brazos, la sutil rigidez del cuello, ese modo casi instintivo de camuflar el temblor bajo un barniz de seguridad…

La pieza final del puzle encajó con un golpe seco. El perfume —ese rastro delicado de lavanda con fondo mineral— no era casualidad. Lo había descartado como una extravagancia de juventud, una elección estética. Y ahora, como un zarpazo, comprendía la verdad.




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