El Clan de las Rosas

37 | Bajo mi Piel

El aire en la celda era un pantano invisible. La humedad se adhería a la piel como un sudario, y el óxido de los barrotes impregnaba cada inhalación con un regusto metálico. Yoshiro respiraba con dificultad, apoyado contra el muro de piedra, los ojos entornados, como si reconstruir el caos reciente requiriera un esfuerzo físico. El veneno había sido contenido, gracias a Priya. Pero no estaban a salvo. Seguían atrapados en el corazón del palacio de Jaipur, bajo la mirada implacable de Arav.

Alexander, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, mantenía la espalda recta por orgullo más que por fuerza. Sus ojos, enrojecidos por el esfuerzo y el rencor, perforaban la celda contigua donde Lila aguardaba. Separados por barrotes, como si el destino disfrutara del simbolismo.

—Traicionada por tu propia hermana. Qué irónico —murmuró Alexander, esbozando una sonrisa quebrada.

Yoshiro alzó una mano, el gesto más severo de lo que pretendía.

—Basta, Alexander. No es el momento.

Pero Lila no necesitaba aliento para el desafío.

—Qué conmovedor. ¿Ahora haces de mediador del pequeño Montrose? —soltó, apartándose un mechón oscuro de la mejilla con desdén—. Siempre serás la sombra de tu hermano.

La mandíbula de Alexander se tensó, pero el cuerpo aún arrastraba los restos del veneno como una losa invisible. Yoshiro cerró los ojos un segundo, conteniendo su propia rabia.

—Dejadlo ya —su voz, aunque fatigada, seguía siendo la de un líder—. Priya no habría hecho esto sin un motivo de peso.

—¿Motivo? —Lila rió con incredulidad, un sonido seco—. Cuando se trata de ti, Yoshiro, mi hermana pierde cualquier rastro de juicio. Me vendió a Arav con una mentira. Habló de una alianza falsa con Sundar. ¿Y tú? Tú la sigues justificando.

Las palabras se clavaron más hondo de lo que Yoshiro quiso admitir. Conocía a Priya. Sabía que no lo traicionaría. Pero había expuesto a su hermana. ¿Por qué arriesgar tanto?

Un chirrido metálico quebró el silencio. La puerta se abrió con solemnidad. Dos guardias del Clan del Jazmín entraron, armados con más arrogancia que acero.

—Tienes una llamada. Dorian Montrose —informó uno.

Alexander hizo un amago de levantarse, pero sus piernas apenas le respondieron. Yoshiro fue esposado sin ceremonias y escoltado por un pasillo en penumbra. Las velas proyectaban sombras temblorosas que parecían seguirlo como antiguos pecados.

Al final del corredor, Arav lo aguardaba. Inmóvil. La rigidez de su postura solo acentuaba la tensión contenida en sus ojos.

—Tu amigo mueve ficha desde Londres —dijo, sin rodeos—. Ha intentado envenenar a una inspectora vinculada al Clan de las Rosas. Cree que esa mujer lo llevará hasta un arma. Una capaz de destruir a mi hermano. Dime la verdad, Yoshiro. Sé que Priya confía en ti. Quiero saber lo que ella sabe.

—Ya te lo advertí. No quisiste escucharme.

Algo había cambiado en Arav. Quizá los ataques de Sundar le estaban erosionando la arrogancia.

—¿Y Lila?

—Eso depende de ti —respondió Arav, tendiéndole un teléfono—. Volverás a Londres con Priya. Detendrás a Sundar. Y lo traerás con vida.

—Dorian no es mi líder —murmuró Yoshiro, tomando el móvil.

«Es mi amigo.»

La voz de Dorian emergió con un matiz que solo quien ha visto demasiada muerte puede imitar.

—Yoshiro. Me alegra oírte.

—Casi nos matan, Dorian —replicó, seco. El resentimiento no era teatral. Era verdad.

—Lo sé. Y no es lo peor. Sundar ha desatado algo que aún no comprendemos. Os necesito aquí. A los dos. Priya también. Hay preguntas que solo ella puede responder.

Yoshiro cerró los ojos. Inspiró lento. Se permitió una última duda.

—Prométeme que la protegerás. Nadie del clan puede tocarla.

La pausa al otro lado fue tan densa como el aire de la celda.

—Tienes mi palabra —dijo Dorian, y esa vez no sonó a política. Sonó a lealtad.

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La noche se le estaba haciendo interminable a Serena. Replegada en el asiento trasero de un elegante automóvil negro de cristales tintados, su cuerpo disfrazado de Samuel temblaba bajo el abrigo de la oscuridad. Junto a ella, Dorian no había dicho una palabra desde que subieron, pero su silencio no era neutro. Era denso, afilado. Un silencio que desnudaba, que observaba más allá del disfraz.

Había sido agotador volver a encarnar al diminuto guardaespaldas: ajustar la postura, controlar la voz, contener su esencia. Pero no era solo el cansancio. Había otra cosa, latente. Su corazón golpeaba como si quisiera salir por su camisa, aún alterado por el veneno… o quizá por lo que había sucedido antes. El roce de los labios de Dorian contra su piel. Su boca sobre la herida. «Fue necesario», se decía. «Fue clínico». Pero el calor que le subía al rostro traicionaba la coartada.

—Estás muy callado, Samuel —dijo Dorian de pronto, su voz grave barnizada con ironía.

El nombre falso, dicho así, con ese matiz, la hizo estremecerse. Giró el rostro hacia él, tensando los músculos del semblante.

—Estoy algo cansado, señor Montrose. Ha sido una noche… intensa.

Una risa baja escapó de los labios de Dorian. No era amable. Tampoco burlona. Era peligrosa.

—¿Intensa? Qué elección tan… sugerente.

Sus ojos se posaron en su cuello, y Serena sintió cómo una corriente incómoda le recorría la espina dorsal. Él sabía algo. No tenía pruebas, pero lo sabía. Lo notaba en el tono, en la pausa exacta antes de cada palabra. «¿Qué ha visto? ¿Qué ha intuido?»

—Lo importante es que cumplimos con la misión —dijo, esforzándose por sonar natural.

Dorian ladeó la cabeza, y en sus labios apareció una sonrisa lenta, apenas esbozada, como la de un lobo que olfatea sangre.

—¿Nuestra misión? Interesante. Aunque no estoy seguro de que estemos hablando de la misma…

El aire en el coche se espesó. Cada palabra suya parecía cargar el ambiente con una electricidad indescifrable. Serena contuvo la respiración cuando él se inclinó hacia ella. Extendió una mano, y su cuerpo se tensó por reflejo. Pero no fue lo que temía. O lo que deseaba. Solo tomó el cinturón de seguridad y lo pasó lentamente sobre su pecho, asegurándolo con una parsimonia inquietante.




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