El Clan de las Rosas

38 | El Adiós

La oscuridad en la mente de Jonás empezó a despejarse como una niebla que retrocede lentamente con el alba. En su lugar, emergía un sueño luminoso, casi insoportablemente claro. Serena caminaba a su lado por la orilla de una playa al atardecer. Las olas rozaban la orilla con el ritmo cansado del mundo al final del día, y el viento enredaba su melena rojiza como si también recordara. El vestido blanco que llevaba parecía tejido con la misma luz que se apagaba en el horizonte.

Su risa flotaba en el aire, suave, limpia, como una melodía que parecía existir solo para él.

—¿Recuerdas este lugar? —preguntó Serena, girándose con una sonrisa que desterraba todo lo demás.

—Claro que lo recuerdo —respondió él, alargando la mano para tomar la suya—. Aquí fue donde dijiste que estaríamos juntos... pasara lo que pasara.

Ella asintió, pero su sonrisa llevaba una tristeza velada, como una grieta en el cristal.

—Y lo hemos estado, ¿no es cierto?

Jonás quería responder, aferrarse a esa imagen, pero algo empezaba a escurrirse. La figura de Serena se desdibujaba, arrastrada por el viento como polvo de estrellas. Trató de sujetarla, de no dejarla ir, pero sus dedos no encontraron nada.

Y entonces, oscuridad.

Pip... pip... pip...

Abrió los ojos con lentitud. La luz fluorescente del hospital lo cegó por un momento, y el dolor lo recibió como una punzada que le recordaba que aún estaba vivo.

Giró la cabeza. Allí estaba ella.

Sentada a su lado, con las manos unidas y la mirada hundida en el suelo. Serena parecía más frágil que nunca, quebrada por dentro, aunque su cuerpo todavía sostenía la compostura. Como una estatua que resiste la tormenta.

—Serena... —murmuró, y en su voz se coló el alivio, débil pero nítido.

Ella alzó la vista de inmediato. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no era solo felicidad lo que reflejaban. Había algo más. Un peso. Una culpa silenciosa.

—Gracias a Dios que estás despierto —susurró, tomando su mano con ambas, como si temiera que volviera a desvanecerse.

Jonás intentó incorporarse, pero el cuerpo no le obedecía. Serena lo detuvo con suavidad. Le temblaban las manos.

—No te esfuerces. Aún necesitas tiempo.

Él la miró con una intensidad nueva. No solo era amor lo que sentía, sino una inquietud que le recorría la piel. Algo no estaba bien. Algo en Serena había cambiado.

—Estás llorando.

Ella negó, pero las lágrimas se deslizaban igual.

—Es que... tenía miedo de no volver a oírte. De no volver a tenerte.

Jonás le apretó la mano con lo poco que le quedaba de fuerza.

—Estoy aquí. Contigo. Todo está bien ahora.

Pero Serena apartó la mirada. Y esa sola acción le rompió el corazón.

—Hay algo que necesito decirte —empezó, con voz trémula—. Y no será fácil.

Él frunció el ceño. El aire se volvió más denso entre ellos.

—¿Qué pasa, Serena?

Ella tragó saliva. Retiró lentamente sus manos de las de Jonás, como quien sabe que está a punto de cometer una traición necesaria.

—Tengo que dejarte.

La frase cayó como una piedra al agua, rompiendo toda calma aparente.

—¿Dejarme? —repitió él, incrédulo—. ¿Qué estás diciendo?

Serena se puso en pie, rodeándose a sí misma con los brazos, como si necesitara contener el dolor que estaba a punto de desbordarla.

—No puedo seguir contigo, Jonás. No después de todo lo que ha ocurrido. No estás a salvo a mi lado. Siempre habrá algo, alguien... acechando. Y yo no puedo seguir exponiéndote.

Jonás negó con la cabeza, con rabia y tristeza a partes iguales.

—Hemos superado infiernos, Serena. ¡Joder, sabes lo que hemos enfrentado! ¿Por qué ahora?

—Porque ya no es tu vida la que depende de mí. Es tu alma.

Él la miró con el miedo asomando por los bordes.

—¿Es por Dorian?

La pregunta lo golpeó como un látigo. Su voz estaba cargada de celos, pero también de desesperación.

—¿Estás sintiendo algo por él?

Serena contuvo el aliento. Podría haberlo negado con convicción, pero la verdad era un terreno movedizo.

—No. No es por eso.

Y sin embargo, sabía que no era del todo cierto. Con Dorian había algo oscuro, incomprensible, una fuerza que desdibujaba las fronteras entre atracción y amenaza. No era amor. Pero era algo.

—Entonces dime, ¿qué es? Si me amas, ¿por qué te vas?

Ella se cubrió el rostro con ambas manos, vencida al fin por el llanto.

—Porque justamente por eso —sollozó—. Porque te amo. Y eso me obliga a hacer lo que es correcto. Diana está en camino. Te llevará a Barcelona. Estarás seguro con ella.

El nombre hizo que Jonás se tensara.

—¿Me estás entregando a ella?

—Ella puede protegerte. Ser para ti lo que yo ya no puedo ser.

Jonás alzó la voz, sin fuerzas para sostener su ira.

—¡Eso es una mentira, Serena! No necesito a Diana. Te necesito a ti.

Ella se acercó. Le acarició la mejilla con una dulzura desesperada.

—A veces, amar es dejar marchar. Y eso es lo que estoy haciendo ahora.

Jonás cerró los ojos. Las lágrimas se desbordaron.

—No es justo...

—Lo sé —susurró Serena—. Pero es necesario.

Se inclinó y besó su frente, dejando caer una lágrima sobre su piel.

Y luego se fue.

Al salir de la habitación, su cuerpo se dobló ligeramente, como si el peso de su decisión la arrastrara desde dentro. Dorian seguía presente en su mente. Un eco persistente. Un veneno lento.

Sabía que alejarse de Jonás era salvarlo. Pero también sabía que, al hacerlo, estaba perdiendo una parte de sí misma que quizá ya nunca recuperaría.

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La mañana siguiente fue un suplicio para Serena. No había dormido más de un par de horas, y el peso de la ruptura con Jonás seguía latiendo dentro de ella como una herida mal cerrada. El maquillaje disimulaba su palidez, pero no podía borrar la opacidad de sus ojos ni la rigidez de sus gestos. Cada pensamiento que intentaba reprimir terminaba en el mismo nombre: Dorian. Como si él hubiera colonizado su mente, usurpando sus recuerdos, infectando sus decisiones. Alimentando una obsesión que mezclaba odio y deseo en proporciones imposibles.




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