Londres, 1533
La lluvia londinense de esa noche no solo me caló los huesos: me vació por dentro. Caminaba sin rumbo por calles empedradas que conocía de memoria, como un perro sin dueño, aunque en el fondo sabía hacia dónde me dirigía. Una fiesta. Otra más. Otro salón lleno de falsos admiradores, humo de vela perfumada y pinceles colgados como promesas muertas.
Odiaba aquellos lugares. Cada copa alzada en mi honor era una bofetada disfrazada. Cada aplauso, una mueca hueca que me recordaba lo que ya no era. Lo que nunca fui. Artista, decían. Visionario. Pero yo solo veía ruinas cada vez que miraba mis cuadros. Fragmentos de un talento que, tal vez, jamás había existido.
Y sin embargo, iba.
Quizá por vanidad, por mendigar un último destello. O por miedo al olvido.
La mansión del anfitrión, un artista consagrado que ahora solo pintaba para la nobleza enferma de aburrimiento, brillaba con exceso. Estucos dorados. Galerías interminables. Mujeres que posaban desnudas con la apatía de quienes saben que su cuerpo es moneda corriente. Me moví entre ellas como una sombra. Como un fantasma sin nombre.
Pero entonces, la vi.
Apoyada contra una columna de mármol, como si hubiera sido esculpida allí por capricho de algún dios cruel. Su cabello oscuro caía en ondas que parecían retener la luz. Y su vestido… negro, brillante, como agua detenida bajo la luna. Me observaba. Con una calma que desarmaba. Con una intensidad que me desnudaba más que cualquier mujer en esa sala.
Aparté la mirada.
No por indiferencia. Por vergüenza. Había algo en ella que me ponía frente al espejo más honesto de todos: el que te muestra sin piedad. No merecía ni un segundo de su atención. Ni esa sonrisa que parecía llevar mi nombre grabado en el fondo.
Así que huí.
Corrí bajo la lluvia, los adoquines resbaladizos bajo mis pies. Dejé atrás el ruido, el vino, las risas huecas. Corrí hacia el único lugar que aún me ofrecía silencio: el río. El Támesis me había visto crecer y fracasar. Era mi único confidente. Frío. Oscuro. Implacable.
Me senté en el muelle. Me descalcé. Quería sentir el frío, el barro, la verdad. Y por un momento, creí que el agua me llamaba. Con su voz espesa, me prometía descanso. No redención. Solo ausencia.
Me incliné.
Y entonces la escuché.
—Dorian Thorne… ¿seguro que es esto lo que quieres?
Su voz era brisa. Era eco. Era profecía.
Me giré, y allí estaba. Caminaba hacia mí como si el mundo le abriera paso. Como si nunca hubiese dejado de observarme. Eleanora.
—No tienes ni idea de lo que quiero —le escupí, sin fuerza.
Ella sonrió. No con burla. Con ternura. La clase de ternura que uno olvida cómo recibir.
—Sé más de lo que imaginas. He seguido tus pasos. He visto la desesperación en cada sombra que pintas. Tu alma, Dorian... es una ruina hermosa.
Me ardían los ojos. Odiaba llorar. Pero más aún odiaba que alguien viera el abismo.
—No necesito que te metas en mi vida —dije, más niño que hombre.
Ella dio otro paso. Cálido. Inapelable.
—¿Y tu hermano? ¿Lo dejarás solo?
Alexander.
El recuerdo de su voz me quebró. Su insistencia en seguir conmigo, incluso cuando le empujaba lejos para que no sufriera las consecuencias de mi fracaso. Las noches en el granero de Suffolk. Su fe ciega en mí.
“Algún día, Dorian, pintarás una puerta hacia un mundo mejor.”
Yo no pintaba puertas. Pintaba muros.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté, con la certeza de que ya lo sabía.
Ella me miró como quien revela una sentencia.
—Quiero darte lo que el mundo te niega: eternidad. Poder. Libertad.
Eternidad… sonaba como una trampa disfrazada de milagro. Pero yo ya no tenía nada que perder.
Asentí.
No fue un acto heroico. Ni desesperado. Fue rendición. El tipo de rendición que ocurre cuando incluso el suicidio te parece un acto de vanidad.
Entonces se acercó. Me abrazó. Y en ese instante supe que ya no era un hombre. Era un cuerpo a punto de transformarse en otra cosa.
El mordisco llegó con la brutalidad del rayo y el calor de la fiebre. Sentí cómo mi sangre se convertía en otra sustancia. Ardía. Me deshacía. Como si cada célula tuviera que morir para que otra, más antigua, más feroz, naciera en su lugar.
No grité. No podía. Me ahogaba en fuego.
Y ella no soltó mi cuerpo hasta que fui suyo por completo.
Eleanora Montrose no me salvó. Me destruyó con ternura. Y me ofreció algo peor que la muerte:
Una segunda oportunidad.