El Clan de las Rosas

40 | Ira

«¿Por qué?»

La pregunta ardía en su pecho como un hierro candente. No buscaba respuesta. No aún. Lo que sentía no era duda, sino rabia. Pura, cruda, sin refinar.

«¡Imbécil! ¡Cobarde de mierda! ¿Cómo te atreves a humillarme así, delante de todos?»

Cada vez que Serena se calzaba la máscara de Samuel, cada vez que ocultaba su voz y su forma de andar, sentía que se traicionaba. Pero lo soportaba. Porque el fin lo exigía. Lo que no podía tolerar era la violencia disfrazada de disciplina. Esa forma teatral de castigo con la que Dorian jugaba, como un emperador aburrido.

Podría haberla reprendido en privado, al volver de la fiesta de máscaras. Pero no. Tenía que hacerlo delante de los demás. Dejar claro quién mandaba. Dejarla expuesta. Convertir su cuerpo disfrazado en un hazmerreír con un par de palabras bien afiladas.

Desde aquella noche, él se había vuelto más errático. Más frío. Más próximo. Más… todo. Era como si la viera. No como Samuel. Como ella. Como Serena. Y eso era peligroso.

«¿A qué estás jugando, Montrose? ¿Qué has visto en mí que yo aún no sé que mostré?»

Se odiaba por estar atrapada en esa pregunta. Odiaba que su cuerpo reaccionara con un escalofrío cada vez que lo sentía cerca. Odiaba la forma en que su mirada la desarmaba. Odiaba tener miedo. Odiaba tener esperanza.

Y, sobre todo, odiaba no estar lista para enfrentarlo.

Pero tenía que hacerlo. Por Jonás. Por Óscar. Por ella misma.

Se vistió con precisión militar, como quien va a una ejecución y no piensa rendirse. El cuerpo bajo control, la expresión sellada, la rabia contenida en cada articulación.

Aquella tarde, acompañaría a Dorian a una recepción en un hotel del centro, donde se reuniría con Yoshiro Sakai. Iban con ellos Nicholas y James. Serena no confiaba en nadie. Pero aún menos en quien hablaba con sonrisas medidas como Sakai.

Recordó el Tratado de la Concordia. Sakai formaba parte de aquel tablero de alianzas y secretos. Sabía que el Clan de las Rosas estaba en peligro, pero no sabía hasta qué punto. Y sospechaba de ella. Eso lo hacía más útil de lo que parecía.

La imagen de Jonás se cruzó en su mente como un aullido ahogado. Su despedida seguía latiendo en ella, como un eco que no quería marcharse. Lo había hecho por él. Para salvarlo. Pero sabía que, cuando llegara el día, él no se lo perdonaría.

Quizá con el tiempo entendería que lo había alejado por amor.

Quizá. O quizá no.

La lluvia persistía, densa, gris. Salieron a la calle bajo la cortina incesante del cielo de Londres. El coche blindado les esperaba con el motor encendido. Serena entró tras Nicholas, y se sentó junto a Dorian en la parte trasera. James iba delante, junto al chófer. Nadie hablaba.

El silencio era una forma de violencia más precisa que las palabras.

Dorian estaba inmóvil. Vestía de negro, con una sobriedad peligrosa. Su mandíbula tensa, su mirada perdida. Pero en cuanto giró la cabeza, sus ojos se posaron en los de Serena. Solo un instante.

Fue suficiente.

En su mirada no había desprecio. Ni ira. Lo que Serena vio fue peor: indiferencia. Como si ya la hubiera despojado de todo. Como si ya supiera lo que ella aún intentaba ocultar.

El corazón le dio un vuelco.

El hotel estaba en una calle secundaria del distrito financiero. Un edificio victoriano impecable, de fachada crema y puertas de madera tallada. Dorian salió primero. Hizo un gesto seco: solo James lo acompañaría dentro. Los demás debían esperar en el pórtico.

La lluvia golpeaba las baldosas como si quisiera revelar algo. Serena cerró los ojos. Escuchaba la ciudad respirar, más allá del cristal, más allá de su máscara.

Dorian desapareció tras las puertas.

Ella se quedó fuera, atrapada en el umbral. Como siempre.

Y supo que, en el fondo, todo giraba ya en torno a una sola cosa: no la guerra entre clanes. No la venganza.

Sino él.

Y su verdad.

🌹🌹🌹🌹🌹

El suave crepitar del fuego llenaba de sonido el salón del hotel, como si se empeñara en fingir calidez donde solo había estrategia. La luz tenue de las lámparas se reflejaba sobre la caoba antigua de los muebles victorianos, y las cortinas de terciopelo, gruesas y oscuras, amortiguaban el rumor de la lluvia tras los ventanales.

Dorian Montrose no se movía. De pie junto al cristal, su figura proyectaba una silueta larga y en tensión. Era un perfil que inspiraba silencio. Los ojos, de un azul glacial, se alzaron apenas cuando Yoshiro cruzó el umbral.

—Tan puntual como siempre —musitó, sin girarse, con ese tono en el que la cortesía suena a amenaza envuelta en terciopelo.

—No es mi estilo hacer esperar a alguien como tú —respondió Yoshiro, quitándose el abrigo con parsimonia—. Aunque, para ser honestos, Alexander no está muy satisfecho con que lo hayamos dejado al margen.

Dorian se dio la vuelta entonces. La media sonrisa era exacta: la de un hombre que ya ha medido a su adversario y no le preocupa lo que opine.




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