FACULTAD DE INFORMÁTICA
HACE 15 AÑOS
Odiaba los lunes. Odiaba los putos lunes grises. Esa luz de otoño asquerosa que se colaba por los ventanales del aula y lo dejaba todo con ese tono apagado, como si el mundo estuviera a punto de quedarse sin batería.
Allí estaba yo, al fondo del aula, con el culo pegado a la silla y el cerebro en cualquier otra parte. Jugaba con un bolígrafo como si me fuera la vida en eso, porque prestar atención a Carranza —nuestro entrañable profe con voz de tranquilizante— era lo más parecido a morir en vida. El muy cabrón tenía el don de convertir algoritmos en canciones de cuna.
Carla, mi mejor amiga y santa patrona de la paciencia, tomaba apuntes como si estuviéramos en una oposición para salvar el universo. Yo, en cambio, ya me había tragado ese temario tres veces. Tenía un trabajo de mierda en una cafetería que me dejaba sin horas de sueño, y aun así podía resolver los ejercicios de Carranza sin despeinarme. Así que no, no me molestaba en fingir que me interesaba su chapa.
Y justo cuando pensaba que el día no podía ser más anodino, Carranza decide hacer lo suyo.
—A ver, Medina —dice, señalando a un tío medio tumbado en la quinta fila—. Si tienes algo más interesante que hacer, al menos ilumina a la clase con tu sabiduría.
Miré al tal Medina por puro aburrimiento. Castaño, barba de dos días, cara de estar siempre a punto de largarse. Un encanto. Levantó la cabeza como si le costara procesar la realidad. O como si la realidad le sudara la polla.
—Eh... bueno —dice, rascándose la sien—. Si hay que simplificar la expresión, los términos redundantes se van. Resultado: cero.
Silencio.
Silencio de esos que huelen a "¿acaba de decir eso en serio?"
Y entonces, como si me hubieran apretado un botón, me eché a reír. Bajito, pero lo suficiente para que Carla me mirase y casi se atragantara de la risa.
—Otro genio incomprendido —murmuré, y Carla se tapó la boca para no soltar la carcajada completa.
El tipo nos oyó. Lo supe porque giró la cabeza. Sus ojos se cruzaron con los míos por un segundo, inquisitivos. Pero antes de que pudiera decir nada, Carranza volvió a abrir la boca con su eterno tono pasivo-agresivo.
La clase acabó. Gracias a todos los dioses, antiguos y nuevos.
Empecé a guardar mis cosas, soñando con largarme de allí, cuando escuché lo inevitable:
—López, ¿puedes quedarte un momento?
Solté un suspiro dramático. Carla me miró con curiosidad antes de largarse.
Me acerqué al estrado con la mochila colgada de un hombro y mi mejor cara de "¿qué coño quieres ahora?".
—¿Qué pasa, profe?
Carranza me miró con ese gesto que usaba cuando iba a pedirme un favor y sabía que le iba a mandar a la mierda.
—Es sobre Medina.
Fruncí el ceño.
—¿El del cero? ¿Ese Medina?
—Exacto. Es brillante, pero está completamente fuera de todo. Si sigue así, abandonará la carrera. Y creo que tú podrías evitarlo.
Ahí ya se me escapó la risa.
—¿Yo? ¿De verdad? Profesor, con cariño… no soy terapeuta. Ni niñera.
—Pero eres la mejor de tu promoción. Y él necesita una referencia.
Me crucé de brazos. Sabía lo que venía.
—Tengo un trabajo de mierda que me traga media vida. Si pierdo tiempo con un vago con ínfulas, me jodo yo. ¿Y todo para qué?
Entonces lo soltó:
—Si consigues que no abandone y apruebe, te pongo matrícula de honor.
Ay, hijo de puta.
Una matrícula significaba un curso menos que pagar. Menos turnos de mierda. Más libertad.
Suspiré.
—Está bien. Pero si el tipo me manda a tomar por culo, no vengas a darme lecciones.
Carranza asintió como si ya lo supiera. Me di cuenta de que había jugado bien sus cartas.
—Voy a llamarlo ahora.
Cinco minutos después, el cabronazo entraba como si aquello fuera su salón. Chaqueta de cuero vieja, mochila colgando, aire de “todo me da igual”.
—¿Me llamabas, jefe? —dijo, mirando primero al profesor y luego a mí—. ¿Y ella qué pinta aquí?
—Jonás Medina, esta es Diana López. Va a ayudarte con la asignatura.
Él me miró como si me hubiera inventado.
—¿Ayudarme? ¿La empollona? Seguro que se sabe el libro de memoria.
Inspiré hondo. Conté hasta tres.
—Prefiero ser una empollona que un lastre con ego, Medina.
Él bufó. Se cruzó de brazos.
—¿Y tú crees que puedes enseñarme algo?
—Probablemente bastantes cosas. Pero no lo hago por ti. Lo hago por la pasta.
Eso sí lo descolocó.
Me miró, parpadeó y soltó una risa áspera.