BARCELONA
ACTUALIDAD
El apartamento de Jonás estaba sumido en una penumbra espesa, como si el tiempo allí dentro hubiese decidido detenerse. Las cortinas cerradas bloqueaban la luz de la tarde, y el aire cargado y húmedo parecía haber absorbido el dolor con la misma naturalidad con la que se respira en esta ciudad cuando llueve. Todo olía a encierro, a noches sin dormir.
Diana dejó un vaso de té sobre la mesa baja del salón. A su alrededor, papeles desordenados, anotaciones a medio escribir, y una taza olvidada con restos de café reseco componían el escenario de una rutina que se deshacía poco a poco. Observó a Jonás, encogido en el sofá, con la mirada perdida en algún rincón del suelo.
—Te he puesto azúcar —dijo en voz baja—. Y leche de avena, como te gusta.
—Gracias, Diana... puedes irte —murmuró él, sin alzar la vista.
La frase le cruzó el pecho como un alambre oxidado, pero no lo dejó ver.
—Está caliente todavía.
Jonás bebió un sorbo sin mirarla. Tenía los ojos rojos, hinchados de no dormir, de no llorar lo suficiente. Ella lo sabía. Reconocía esa mirada. La había tenido ella misma demasiadas veces.
Pensó que el tiempo acabaría curando aquello. Siempre lo hacía. Aunque a veces, el proceso dolía más que la herida.
Una parte de ella, muy en el fondo, odiaba a Serena por haberle roto. Por haberle dejado así, como una sombra de sí mismo. Pero otra parte, esa que se sabía honesta, entendía lo que Serena había hecho. Tal vez fue el único acto verdaderamente generoso de su vida: dejarlo libre.
Diana se sentó a su lado. No muy cerca. Solo lo suficiente para estar presente sin invadir.
—¿Quieres que pongamos algo? —intentó, con una sonrisa frágil—. Una película mala. De las de antes.
Un intento torpe por rescatar lo que habían sido. Dos universitarios riéndose de todo y sin miedo a nada.
Jonás dejó el vaso en la mesa, y durante un instante la luz del atardecer se coló entre las rendijas de las cortinas, perfilando su rostro.
—No creo que sea buena idea —respondió, seco—. Necesito dormir un poco.
Su voz era hueca. Como si arrastrara peso en cada sílaba. Diana sintió cómo algo dentro de ella se quebraba.
“Idiota. ¿Qué esperabas? Él no está aquí contigo. Está allá. Donde tú no puedes alcanzarlo.”
—Jonás… —susurró, pero la frase se le quedó atrapada en la garganta.
Quería decirle tantas cosas. Que Serena no lo merecía. Que ella siempre había estado allí. Que se podía volver a empezar. Pero sabía que no servía de nada. No ahora. No así.
—Gracias por venir —dijo él, con voz más baja—. Pero necesito estar solo.
La frase, por breve que fuera, fue un disparo. Diana tragó saliva. Sonrió. De esas sonrisas que solo existen para que el otro no note que te estás deshaciendo por dentro.
—Claro. Lo entiendo.
Se levantó, recogió su bolso. Cada gesto era una coreografía de control. No dramatices. No molestes. No te muestres. El papel que tan bien conocía.
El papel que nunca dejaba de doler.
—Si necesitas algo… sabes dónde estoy —dijo, de espaldas. No se atrevió a mirarlo.
No esperó respuesta.
Salió y cerró la puerta tras de sí. El ascensor estaba al fondo del pasillo. Cuando se hundió en su interior, por fin dejó escapar el aire que no había soltado desde que entró en ese piso.
Y con él, las lágrimas.
No lloró escandalosamente. Lloró en silencio. En esa clase de llanto que no pide consuelo. Solo vaciarse un poco.
«Ni se te ocurra volver», se dijo. «No eres lo que necesita. Nunca lo fuiste.»
Y sin embargo, sabía que no era verdad. Sabía que lo era todo. Solo que no para él.
Pensó en Serena. En su coraje. En su obstinación suicida por descubrir la verdad. Y, por mucho que doliera, no podía odiarla. La envidiaba. Porque ella había hecho lo que Diana nunca se atrevió: arriesgarlo todo.
Ella lo había perdido. Pero lo había tenido.
Al salir a la calle, la humedad le caló los huesos. Barcelona resplandecía bajo las luces navideñas, como si intentara maquillar la tristeza. Diana se encogió en su abrigo y caminó sin rumbo.
«Quizás mañana vuelvo a intentarlo.»
Pero no estaba segura de tener fuerzas.
Porque a veces, amar también es saber cuándo dejar de llamar a una puerta que ya no se va a abrir.
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Serena respiró hondo, cerrando los ojos un instante mientras doblaba, con movimientos metódicos, cada prenda que iba metiendo en la maleta. Ropa neutra, de líneas rectas, pensada para borrar cualquier curva, cualquier sombra de lo que era. Samuel exigía precisión. Samuel devoraba energía. Samuel ya no era una máscara: era una doble piel que le arrancaba pedazos de sí misma cada día.
«Ya no soy yo.»
La Serena de antes era recta, meticulosa, tan fiel a sus principios como a la ley. Pero ahora, envuelta en secretos, traiciones y verdades incómodas, todo se había vuelto difuso. Bajo la piel de Samuel, su mundo era caos y alerta constante. Y Dorian Montrose... era su epicentro.