La cafetería tenía paredes en tonos pastel, olor a canela y música suave de fondo. Aquel rincón discreto era lo más parecido a un refugio que Alexander Montrose se permitía. Allí no era el hermano del líder del Clan de las Rosas. Allí era solo un hombre anónimo tomando café, leyendo la prensa y fingiendo, por un rato, que el mundo aún podía ofrecerle algo parecido a la normalidad.
Cada mañana repetía el mismo ritual. Se sentaba junto al ventanal, pedía lo de siempre y dejaba que el tiempo pasara sin propósito. En ese gesto reiterado se escondía una nostalgia que le corroía por dentro. Echaba de menos ser nadie. No tener responsabilidades ni alianzas, no formar parte de nada. Solo un hombre entre muchos.
Todo lo que Dorian le había arrebatado con una sola mordida.
La chica de la barra —ojos grandes, sonrisa tímida— le dedicaba siempre un par de frases más de lo necesario. A veces intercambiaban bromas. Nada más. Nunca cruzaban la línea. No porque no hubiera deseo, sino porque el Tratado de la Concordia lo prohibía. Y si algo le habría encantado a Alexander, era romper ese maldito tratado solo para joder a su hermano.
Desde lo de Isabella no se había vuelto a enamorar. Había tenido amantes, sí. Humanas, vampiras, algún que otro encuentro con híbridas de moral flexible. Dorian le había tapado más de un escándalo. No por afecto. Por culpa. Por haberlo condenado con su decisión. Por haberlo convertido en aquello que él mismo despreciaba.
Y eso, Alexander nunca se lo perdonaría.
El tintineo de la campanilla de la puerta interrumpió sus pensamientos. Alzó la mirada con desdén aprendido.
Una mujer cruzó la estancia con pasos decididos. El cabello corto, plateado; la falda larga de tonos violetas; las muñecas cargadas de pulseras que tintineaban como advertencias. Su ropa parecía sacada de un mercadillo bohemio, pero él sabía que costaba más de lo que aparentaba.
—Cassandra Blackwood —dijo sin molestarse en ocultar su desprecio—. Qué grata sorpresa.
Ella sonrió con los labios, pero no con los ojos.
—Sabes lo que quiero, Alexander.
—Sabes que Dorian tiene ojos en todas partes.
—Y yo tengo algunos de esos ojos en nómina. El mundo es más flexible de lo que crees.
Se sentó sin pedir permiso. Su perfume era dulzón, empalagoso. Como ella.
Cassandra era una criatura difícil de clasificar. Informadora, sí. Pero también oportunista, manipuladora, y peligrosamente seductora. Dorian la toleraba porque sabía lo que valía su lengua... y el precio de mantenerla cerrada.
Alexander alzó el periódico como si quisiera enterrarla detrás de las noticias.
—Olvídate de mí.
Ella se inclinó sobre la mesa, sin perder la sonrisa.
—Los del clan están hartos. Dorian no hace nada por recuperar nuestro poder. Cada día tiene más enemigos. El equilibrio se tambalea y tú... sigues sentado aquí, como si no fuera contigo.
—Podéis meteros el poder por donde os quepa —gruñó Alexander, dejándolo claro.
Odiaba ser vampiro. Odiaba lo que era. Lo que le habían hecho ser. Odiaba el maldito Tratado de la Concordia y las cadenas invisibles que arrastraban todos.
Se levantó para marcharse. Dejó unas monedas junto al plato. Pero Cassandra aún no había terminado.
—Dorian está buscando a Eleanora —soltó.
Alexander se detuvo en seco.
—No digas gilipolleces.
—¿Ah, no? —Cassandra entrecerró los ojos, y su voz se volvió más serpenteante—. ¿Y qué me dices del medallón? El de la rosa entre espinas. ¿Te ha contado que lo tiene? ¿Te ha contado que lo protege como si fuera la única llave a algo más grande?
Alexander se giró despacio, incrédulo.
—Estás jugando con fuego.
—Estoy encendiendo antorchas. Es distinto.
Se quitó un pequeño tarjetero del bolsillo del abrigo y dejó una tarjeta negra sobre la mesa.
—Todavía estás a tiempo, Alexander. Puedes unirte a nosotros. Olvidarte de las normas, de las cadenas, del pasado. Imagina un mundo sin Dorian. Sin Concordia. Solo poder.
Alexander la miró en silencio. No porque creyera en sus palabras. Sino porque la duda, aunque mínima, ya se había infiltrado.
Cassandra se levantó, y antes de irse, añadió con una sonrisa afilada:
—No se lo dirás. No puedes. Porque en el fondo, también quieres verlo caer.
El tintineo de la campanilla volvió a sonar al marcharse.
Alexander se quedó solo, inmóvil, mirando la tarjeta.
Solo su nombre, un número. Y una frase escrita en letra elegante:
«Donde una abeja pica, el enjambre devora.»
La apretó entre los dedos, sin saber aún si la destruiría… o la usaría.
Pero ya era tarde.
La semilla estaba plantada.
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Dorian distinguía ya el perfil irregular de Marsella desde la ventanilla del avión, donde los últimos rayos del sol incendiaban los tejados como brasas en calma. El sur de Francia los recibía con un fulgor dorado que contrastaba con la oscuridad que él traía consigo. El viaje a Sault estaba en marcha, y si todo salía según lo previsto, regresaría con Lucius Romano… o con su cadáver.