El Clan de las Rosas

44 | Traición

Yoshiro abrió los ojos con lentitud, aún envuelto por el calor de Priya, que dormía a su lado. El silencio del hotel, apenas interrumpido por el rumor lejano de coches, creaba una falsa sensación de seguridad. Se encontraban a las afueras de Londres, lejos del alcance inmediato del Clan de las Rosas. Por ahora.

Miró la hora en su reloj. Aún era temprano. Demasiado temprano para enfrentarse a la mentira que le había contado a Dorian días atrás.

La habitación, impregnada del perfume suave de ella, parecía suspendida en un paréntesis. Durante un instante, no había clanes, ni tratados, ni traiciones. Solo dos cuerpos compartiendo un espacio robado al mundo.

La amaba. La había amado desde que la vio por primera vez en los años cincuenta, cuando su belleza era ya la de una criatura que desafiaba el tiempo. Desde entonces, no hubo otra mujer. El Tratado de la Concordia les condenó a encontrarse en secreto, como fugitivos del orden que juraban proteger.

Y, sin embargo, siempre había algo en ella que lo hacía dudar.

Priya se movió, desperezándose con gracia. Sus ojos oscuros lo encontraron al instante.

—Buenos días, guerrero —murmuró con una voz aún velada por el sueño.

Él no respondió. La observó como quien sabe que está a punto de perder lo que más desea. Había aprendido a leer los silencios, pero con Priya, incluso los gestos más inocentes podían esconder veneno.

Dorian no se fiaba de ella. Yoshiro había jurado no revelar nada sobre el medallón. Pero Priya… Priya había sido quien lo había recuperado para Serena. Y, en cierto modo, quien lo había activado.

Se levantó de la cama con la ligereza de una pantera, envuelta en el silencio de quien sabe que está siendo observada. Se colocó una bata de seda, cruzando la habitación con pasos suaves.

—Yoshiro —dijo con aparente descuido—, ¿por qué estás tan interesado en que Dorian recupere el medallón de la rosa entre espinas?

Él tensó la mandíbula.

—No puedo hablar de eso, Priya. No es asunto de los naga.

Ella se detuvo, anudándose la bata. Sus movimientos eran siempre medidos, coreografiados como una danza sutil.

—¿No es asunto de los naga? —repitió—. Pero me pides que desencante una reliquia antigua para revelar su poder, sabiendo que ese mismo poder podría destruir a Sundar. ¿Y aún así dices que no me concierne?

Yoshiro se incorporó, caminando hasta la ventana. La ciudad se desperezaba bajo un cielo gris plomo.

—No quiero que te involucres —dijo, sin mirarla—. Esto es más grande de lo que parece.

—Si estamos juntos, no puede haber secretos.

Ella se acercó por detrás, envolviendo su cintura con los brazos.

—Lo que afecta al equilibrio de los clanes… me afecta a mí. Y a ti.

Él se giró, con tristeza en los ojos. Pero no respondió.

Priya no insistió. No con palabras.

Se alejó hacia la pequeña cocina de la suite. Puso agua a hervir. Movimientos sencillos. Precisos. Luego, con una calma casi ritual, sacó un pequeño frasco de su bolso. Un vial con un líquido transparente. Era un extracto sutil, apenas detectable, utilizado por los naga para inducir veracidad sin violencia.

Cuando volvió con la bandeja, su rostro era el de siempre. Sereno. Cálido. Intacto.

—Aquí tienes. Un poco de calma para empezar el día.

Le sirvió el té con una sonrisa. Yoshiro lo aceptó, agradecido. Bebió un sorbo. No notó nada extraño.

Priya esperó. El momento justo. El quiebre leve en su expresión.

—Dime, Yoshiro —susurró, sentándose frente a él—. ¿Qué planea hacer Dorian con el medallón?

Yoshiro parpadeó. Algo en su interior titubeó. Una leve grieta en su contención habitual.

—Quiere encontrar a Eleanora —respondió.

Priya enmudeció por un segundo. Su sorpresa fue un relámpago que no alcanzó a iluminar el rostro. Solo sus dedos, tensos alrededor de la taza.

—¿Eleanora? —repitió, fingiendo ignorancia—. ¿Por qué?

—Porque cree que ella... tiene la clave para alterar el equilibrio. Algo personal. Algo antiguo.

Ella asintió. Despacio. Luego, suavizó la voz:

—Si Eleanora no quiere ser encontrada, Dorian está jugando con fuego. Sabes lo que puede significar su regreso, ¿verdad?

Yoshiro tragó saliva. El veneno de la verdad obraba sin dolor. Asintió, sin palabras.

Priya se acercó. Acarició su mejilla con la delicadeza de quien acaba de ganar una partida de la que nadie más sabía que estaba en juego.

—Déjame ayudarte, Yoshiro. Déjame protegerte. Dame el colgante de Serena. Conozco a alguien que puede desencantarlo sin poner en riesgo a nadie.

Él dudó. Por un instante. Pero luego, como si una fuerza mayor lo moviera, sacó la caja del interior de su chaqueta.

La colocó en sus manos.

—No lo toques directamente —advirtió—. Si no eres su dueña… te rechazará.

Priya asintió, recibiendo la caja como si fuera un artefacto sagrado.

Lo besó. Con dulzura. Y sonrió.

Pero en sus ojos ya no había ternura.

Solo destino.

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Cuando Yoshiro se marchó, la habitación quedó sumida en un silencio espeso. Priya esperó unos segundos. Quería asegurarse. Solo cuando el sonido del ascensor desapareció por completo, sacó el teléfono de su bolso. Pulsó un número que no necesitaba buscar.

Al tercer tono, una voz conocida respondió.

—¿Lo tienes?

—Sí —dijo Priya, sin rodeos—. Está en mi poder.

Sostenía la caja entre las manos, con la delicadeza de quien carga una promesa envenenada. La abrió, apenas unos segundos, para confirmar que seguía ahí. El colgante plateado descansaba sobre el terciopelo como una criatura dormida. Parecía inofensivo. Pero ella sabía que no lo era.

—Perfecto —dijo Cassandra Blackwood, al otro lado de la línea—. Necesitamos avanzar. El Enjambre no puede permitirse esperar más. Dorian está cada vez más cerca. Y no solo él.

—Dame tiempo —replicó Priya, conteniendo el aliento—. Yoshiro aún me escucha. Si actúo demasiado pronto, lo perderemos. Pero puedo… dirigir su rabia. Puedo hacer que se vuelva contra Dorian. Si se enredan entre ellos, nadie prestará atención a lo que estamos haciendo.




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