El Clan de las Rosas

45 | Las reglas del juego

Desde la distancia, Serena lo observaba.

Dorian se movía con esa mezcla de elegancia y amenaza que parecía brotarle de forma natural. No podía oír lo que decía, pero no le hacía falta. Sus gestos eran precisos, medidos, dominantes. Podía leer la escena como una coreografía: Elrohir, tenso; Léonie, contenida. Y Dorian… siempre un paso por delante.

Lo odiaba. Lo odiaba con cada parte de sí misma.

Y, sin embargo, no podía dejar de mirarlo.

Era como ver una tormenta desde el borde de un acantilado. Hermosa. Letal. Irresistible.

Así es como los arrastra a todos, pensó. No con promesas, sino con el abismo que esconde tras la mirada. Con esa mezcla de orden y ruina.

Recordó las palabras del diario. Aquellas frases que había leído a solas, en la penumbra de la biblioteca del Clan. Bellas. Dolorosas. Escritas por un hombre que sabía lo que era perder. Y que aún no había dejado de buscar.

No es solo un monstruo. Es un monstruo herido.

La reunión terminó con un apretón de manos seco entre Dorian y Elrohir. Léonie no lo tocó. Solo asintió antes de marcharse.

Cuando Serena lo vio regresar hacia ella, con ese andar firme que parecía no necesitar descanso, enderezó la espalda.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, con un esfuerzo por mantener el tono neutral.

Dorian la miró. No con hostilidad, sino con algo peor: indiferencia meditada.

—Nada que te incumba, Samuel.

La frase fue como una piedra lanzada al pecho.

Y luego, se dio la vuelta sin añadir nada más. Caminó hacia el coche sin mirar atrás.

Serena se quedó quieta unos segundos, tragando la rabia. La humillación era parte del juego. Lo sabía. Pero dolía. Porque no era solo “Samuel” a quien estaba rechazando. Era a ella. A Serena Jensen. A la mujer que se había infiltrado para vengar una muerte y que, sin querer, se había extraviado en la oscuridad del enemigo.

Lo siguió. Silenciosa. Cada paso más pesado que el anterior.

Y, en el fondo, una certeza la atravesaba como una aguja helada:

Dorian Montrose ya no jugaba con sus reglas. Jugaba con las de él.

Y ella… ya estaba atrapada.

🌹🌹🌹🌹🌹

La carretera serpenteaba entre campos de lavanda dormida bajo un cielo plomizo. El aire olía a electricidad, y el horizonte parecía contener el aliento.
Dorian conducía en silencio, su mirada fija, sin distracción. Serena, sentada a su lado, observaba el paisaje desdibujarse con cada kilómetro. La calma era frágil. Todo en su interior presagiaba que estaba a punto de romperse.

Y entonces, se rompió.

Un sonido seco contra la carrocería rasgó el silencio como un latigazo.

—¿Qué demonios...? —murmuró Dorian, girando el volante. Otro impacto. Luego otro.

—¡Nos están disparando! —gritó Serena, agachándose mientras el coche chirriaba y se ladeaba.

Las ruedas derraparon y el vehículo se inclinó peligrosamente antes de detenerse al borde de un terraplén. Dorian maldijo, sacando un arma del interior de su chaqueta con un gesto tan fluido que parecía coreografiado.

—Fuera del coche. Ahora.

Serena obedeció al instante, su corazón desbocado. Un motor rugió en la distancia. Alzó la mirada justo a tiempo para ver un coche negro acercándose a toda velocidad, sin intención de frenar.

Dorian disparó. Preciso. Sin piedad.

Pero el coche viró.

Directo hacia él.

—¡Dorian! —gritó Serena. La máscara de Samuel se deshizo en un instante.

Se lanzó hacia él, empujándolo con todas sus fuerzas.

Ambos rodaron por el suelo. El coche pasó rugiendo a centímetros, como una bestia frustrada. El mundo se redujo al impacto, al barro, a sus cuerpos entrelazados.

Serena quedó sobre él. Su respiración entrecortada. Sus ojos clavados en los suyos.

Dorian la miraba como si acabara de ver algo imposible.

—¿Por qué lo hiciste?

No era una pregunta cargada de reproche. Era otra cosa. Un vacío que pedía ser llenado.

Serena apartó la mirada. Se levantó de golpe, ajustándose la chaqueta, recomponiendo su disfraz como si eso pudiera borrarlo todo.

—No tenemos tiempo para esto —espetó, demasiado rápido.

Dorian se incorporó. Sus ojos seguían fijos en ella. No fríos. No esta vez.

Confundidos.

Un disparo estalló en la lejanía. El hechizo se rompió.

—Al bosque —ordenó Dorian—. ¡Ya!

Echaron a correr.

El bosque los tragó con ramas bajas y sombra mojada. La lluvia cayó con furia, convirtiendo el camino en una trampa resbaladiza. Los disparos cesaron, pero los perseguidores seguían cerca. Serena podía olerlos, casi.

Durante una hora caminaron bajo la tormenta. El barro les salpicaba hasta las rodillas. Las hojas les cortaban el rostro. Cada paso era una promesa de agotamiento.

Finalmente, Dorian señaló una grieta entre las rocas. Una cueva.

—Por aquí.

El interior era estrecho, húmedo, silencioso. Serena se dejó caer contra la pared, jadeante. Las ropas empapadas se le pegaban a la piel, y el frío calaba sin misericordia.

Dorian se quitó la chaqueta y revisó el arma. Su camisa, empapada, se pegaba a su torso como una segunda piel. Su cabello, mojado y revuelto, caía sobre la frente. Serena apartó la mirada, maldiciéndose a sí misma por notarlo.

—¿Cree que nos han seguido? —preguntó, buscando refugio en la lógica.

—No. La lluvia los ha despistado.

Su tono era más bajo. Más humano. Serena asintió, tragando saliva.

Entonces, un ruido. Afuera.

La linterna se apagó. Todo quedó envuelto en penumbra.

Dorian se movió con rapidez, colocándose frente a ella.

—Quieto —susurró.

Su aliento rozó su oreja. El calor de su cuerpo era una muralla protectora. El silencio los envolvió, pesado. Solo sus respiraciones. Sólo eso.
Y el pulso de Serena retumbando en sus costillas.

Dorian apoyó una mano contra la roca, justo junto a su rostro. Su proximidad era asfixiante. Y, al mismo tiempo, reconfortante.




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