Se dejó caer sobre la cama, empapada aún, como una criatura expulsada de las entrañas de una tormenta. El agua empapaba las sábanas igual que los pensamientos que empezaban a golpearle las sienes, uno tras otro, con furia.
«Lo sabe.»
No había lugar para las dudas. Dorian lo sabía. No solo intuía que ella no era quien decía ser: lo había dicho con una calma gélida que helaba más que el agua pegada a su piel.
«No puedo decidir si debería destruirte ahora mismo o dejarte jugar a este pequeño teatro un poco más.»
Aquella frase había sido un disparo seco. Si el líder del Clan de las Rosas la había desenmascarado, entonces su destino estaba sellado. ¿Hasta qué punto habría logrado descifrar su identidad? ¿Sabía que era Serena Jensen, la inspectora que buscaba justicia por la muerte de su marido?
Debería marcharse. Desaparecer antes de que fuese demasiado tarde. Pero algo, algo visceral y antiguo, la retenía. Como si la verdad estuviera al alcance de la mano, a punto de emerger. Si no la había eliminado ya, era porque aún había una grieta por donde colarse.
Se incorporó de golpe y se plantó frente al espejo. El reflejo que la devolvía la miraba con ojos ajenos. Demacrada. Fría. Ridícula. La peluca ladeada, el maquillaje desdibujado, el atuendo impostado que ya no ocultaba nada.
¿De verdad había creído que aquel disfraz bastaría? ¿Que podría engañar a un hombre como Dorian Montrose, que olía la mentira como un animal salvaje? Se dejó utilizar. Había sido un peón en una partida cuyas reglas desconocía. No era más que eso.
Y, sin embargo, lo salvó.
Todavía no lograba explicárselo. Hubiera sido fácil convencerse de que lo hizo para seguir recabando información, para alargar su juego. Pero no. Fue su cuerpo el que actuó, el que se arrojó sin pensar, como si tuviera voluntad propia. Su cuerpo eligió por ella.
No tuvo tiempo de razonar, ni de sopesar las consecuencias. Simplemente ocurrió. Y eso era lo que más la aterraba: que, pese al odio, pese al dolor, su corazón se estremeciera con solo sentirlo cerca. Con cada roce, cada mirada, cada palabra envenenada.
Desde la muerte de Óscar, su corazón había quedado convertido en una masa de ceniza y silencio. Jamás pensó que el hombre al que deseaba destruir —por traición, por sangre, por historia— sería el mismo que encendiera en su interior un fuego tan voraz que casi la devoraba.
Dorian la empujaba al límite. La forzaba a mirarse sin máscaras, a cuestionarlo todo. La hacía sentir viva. Y no había nada más aterrador que eso.
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En lo alto de los Alpes franceses, donde los acantilados se desplomaban sobre valles de niebla y los pinares susurraban antiguos secretos, se alzaba una mansión erosionada por siglos de silencio. Era una herida de piedra en mitad de la nieve, aferrada al tiempo como un espectro que se niega a desaparecer.
Dentro, la oscuridad dominaba. Solo una vela temblorosa resistía, parpadeando sobre una mesa de roble agrietado. Las sombras que proyectaba serpenteaban por las paredes desnudas, danzando como si recordaran los rituales de otra época.
Lucius Romano, cruzado de piernas en una silla de respaldo esculpido, contemplaba la llama. En su inmovilidad había una amenaza contenida. Sus ojos, de un tono casi inhumano, brillaban con esa frialdad que solo da la obsesión. Y su obsesión tenía un nombre: Dorian Montrose.
La puerta emitió un chirrido agudo al abrirse. Trevor entró envuelto en una capa negra que rozaba el suelo de piedra. Llevaba una máscara plateada que cubría la mitad de su rostro, como si el teatro fuera su única defensa. Entre los dedos largos, una libreta de cuero negro giraba sin cesar.
—Maestro Romano —dijo, haciendo una leve reverencia. La voz era medida, pero había una tensión que traicionaba su aparente autocontrol—. La emboscada… fracasó. Dorian escapó. Iba acompañado.
Lucius alzó la mirada con una lentitud casi ritual.
—¿Pretendes que crea que dos inmortales degradados, sin poderes, eludieron una operación diseñada al milímetro?
Trevor se mantuvo firme. Solo un espasmo en la comisura de sus labios delató la inquietud.
—La tormenta fue un obstáculo imprevisto. Y aún no hemos podido identificar a su acompañante. Creemos que es su guardaespaldas, pero… hay incoherencias.
Lucius alzó una mano. El silencio cayó como un cuchillo.
—¿Saben dónde estamos?
—No. —Trevor negó con firmeza, aunque el bolígrafo seguía danzando entre sus dedos como un animal nervioso.
—Entonces —concluyó Lucius con voz baja— no tienen nada.
Una pausa.
—¿Y tu propuesta? ¿Escondernos en la sede del Clan Belladona como ratas? ¿Eso sugieres? ¿Seguridad?
Trevor tragó saliva. El aire se volvió más denso. No respondió.
Lucius se incorporó. Su sola presencia alteraba la temperatura de la sala, como si la oscuridad misma se tensara.
—Dorian Montrose ya no es lo que fue —dijo—. Es un monumento a su propia decadencia. Arrogancia disfrazada de mito.
Trevor bajó la mirada, pero su voz se mantuvo firme.
—Y, sin embargo, hay algo en quien lo acompaña. No se comporta como un protector profesional. Hay… vínculo. Un tipo de instinto que no nace del deber.
Lucius entornó los ojos. Algo en su rostro cambió. Curiosidad. O hambre.
—¿Estás sugiriendo que Dorian no solo tiene compañía, sino devoción?
—No puedo demostrarlo. —Trevor se encogió levemente de hombros—. Pero lo veo. En cómo lo mira. Cómo lo defiende. Es visceral. Es… íntimo.
Lucius se acercó a él con lentitud medida, como si cada paso fuera una prueba. El aire crujía entre ellos.
—¿Y qué insinúas exactamente?
Trevor apretó la libreta contra el pecho. Sus dedos empezaron a escribir sin querer, garabateando márgenes sin conciencia.
—Solo digo que… si hay un vínculo, puede romperse. O manipularse.
Lucius lo observó largo rato. Luego, una sonrisa se deslizó por su rostro: una mueca sin calor, sin alma.