El Clan de las Rosas

47 | Tregua

La estación fantasma del metro de Londres se extendía como una herida olvidada bajo la ciudad. Sus muros, cubiertos de moho y grafitis apagados, susurraban las voces extintas de quienes una vez pasaron por allí. Los rieles, oxidados y quebrados, se perdían en la penumbra. Solo unas lámparas intermitentes derramaban su luz enferma sobre el suelo agrietado, como si la realidad misma vacilara.

Tras una puerta de hierro camuflada entre tuberías y cables zumbantes, comenzaba el dominio del Enjambre.

Priya entró sin detenerse, con el ceño fruncido y el gesto tenso de quien ha soportado demasiado. Al fondo de la sala, Cassandra la aguardaba repantigada en una butaca de cuero gastado, sosteniendo una copa de vino como si fuera una extensión de su mano. Sonreía, pero no con cortesía: era una sonrisa ladeada, insolente, de esas que saben demasiado y no necesitan decirlo.

—Has tardado —murmuró, sin apartar la vista del vino que hacía girar con parsimonia.

—No empieces con tus juegos, Cassandra —espetó Priya, dejando caer la caja sobre la mesa metálica. El sonido seco del impacto rompió el aire como un latigazo.

Cassandra alzó una ceja, divertida por la brusquedad, pero no respondió. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas. Sus ojos, entornados, tenían el brillo de quien huele algo que podría volverse interesante.

—¿El colgante? —preguntó, señalando la caja.

—Sí. —Priya abrió la tapa. En su interior, sobre un lecho de terciopelo oscuro, descansaba el colgante de plata. A simple vista parecía inofensivo: una cadena reluciente, un diseño antiguo. Pero ambas sabían que no era un objeto más.

Era voluntad atrapada en metal.

—Lo llevé a El Curador. Ninguna magia funciona sobre él. Con el hechizo de Lucius debilitando nuestras habilidades, no conseguimos romperlo. —Suspiró, cruzándose de brazos—. Es como si no quisiera ser hallado.

Cassandra sonrió. Una línea fría y elegante.

—Es porque no quiere. Este medallón no obedece. Elige. Tiene conciencia. Instinto. Voluntad. Como una bestia antigua que sabe a quién seguir. No es un artefacto. Es una alianza viva.

Priya frunció el ceño, incómoda. Prosiguió con voz más baja:

—El Curandero dijo que solo puede despertar su poder si se realiza un sacrificio. Uno muy concreto: el portador elegido.

Cassandra se levantó. Caminó despacio hacia la mesa. Su vestido negro flotaba con cada paso, como si la oscuridad misma la acompañara. Sus dedos rozaron el borde de la caja.

—La historia del medallón es más vieja que todos nosotros. No solo amplifica deseos. Los devora. Se alimenta del deseo más oscuro, lo magnifica… y luego te exige el precio. —Alzó la mirada hacia Priya—. Eleanora lo sabía.

—¿Eleanora? —repitió Priya, tensa.

—Fue ella quien convirtió a Dorian, en 1533. Lo vio. Lo moldeó. Lo quiso a su lado. Durante un tiempo gobernaron juntos. Imparables. Hasta que ella encontró el medallón. Y cambió. Más poder. Más ambición. Más hambre.

Cassandra se detuvo frente al colgante.

—Cuando comprendió que ni siquiera Dorian la salvaría de sí misma, desapareció. Lo encerró. A sí misma y al medallón. En una tumba encantada. Prefirió dormir… antes que devorar a todos.

Priya asimiló el relato en silencio.

—¿Y cómo es posible que Óscar Blanco lo encontrara?

Cassandra negó con la cabeza, sonrisa irónica.

—No. Él eligió a Óscar. No al revés.

Priya bajó la vista al colgante, desconcertada.

—¿Por qué? ¿Qué tenía él?

—Quizá fue un medio para llegar a Serena. Quizá vio en ella algo que aún no comprendemos. Pero tú lo sabes, ¿verdad? Desde que se quitó el medallón… ya no puedes sentirla igual.

Priya se tensó. Cassandra tenía razón. Desde que Serena se desprendió del colgante, algo dentro de Priya se apagó.

No era magia, al menos no una que pudiera medirse con hechizos o talismanes. Era otra cosa. Algo más visceral, más íntimo. Como si alguien hubiera arrancado de golpe una cuerda invisible que la mantenía atada al centro mismo de una tormenta ajena. Ahora, solo quedaba el silencio.

Pero durante un tiempo esa conexión había sido un canal abierto. Serena no lo sabía, y Priya no se atrevía a admitirlo en voz alta, pero la sentía. No solo rastros de su energía o latidos mágicos al pasar cerca. La sentía.

Sentía su rabia. El odio que le hervía bajo la piel como un veneno antiguo. Una furia dirigida a un rostro que Priya no lograba visualizar del todo, pero que lo llenaba todo con su sombra.
Sentía el deseo. No el propio, sino el de Serena: afilado, contradictorio, innegociable. Deseo que venía con vergüenza, con culpa, con una intensidad que rozaba la locura. Había noches en que Priya, sola en su refugio, se estremecía al notarlo. Como si el colgante tradujera en carne ajena lo que el alma no se atrevía a confesar.

Y también dolor. Un dolor que no era físico, pero que quemaba como si lo fuera. Dolor de pérdida, de traición. De algo que alguna vez fue amor o se pareció demasiado. Y esa mezcla —esa mezcla perversa de sentimientos incompatibles— era adictiva.

Ahora todo eso había desaparecido. Y, para su sorpresa, Priya lo echaba de menos.

Era como si alguien hubiera cerrado una puerta entreabierta y, al hacerlo, se hubiese llevado consigo la única ráfaga de verdad que le quedaba.

Porque lo más perturbador no era la intensidad de lo que sentía, sino el hecho de que no podía asegurarse si aquellas emociones eran realmente de Serena... o si parte de ellas, de algún modo oscuro y deformado, ya se habían convertido en suyas.

Sin saberlo, había habitado durante días en el epicentro de su vínculo. Había respirado las brasas de su odio. Había sentido las punzadas de un deseo que no era suyo y, sin embargo, la marcaba.

Y ahora... ahora estaba sola. Como si le hubiesen arrancado una droga antigua de la sangre.

—Debemos romper el hechizo —insistió—. Si no, Sundar lo encontrará y lo usará. Y entonces será tarde.




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