El Clan de las Rosas

48 | Contra la Pared

—¿En serio? —murmuró Serena entre dientes, irritada, mientras ascendía por los senderos empedrados del pueblo. La nota que le había entregado Dorian indicaba una dirección absurda: una biblioteca encaramada en lo alto de una colina.

«¿No podíamos hablar en el hotel como personas normales? Dorian, eres imbécil.»

El sol declinaba sobre las colinas, tiñendo de ámbar los campos de lavanda, las tejas viejas, los árboles encorvados por el viento. Llevaba más de media hora cuesta arriba. Ni rastro de un taxi. Ni un alma dispuesta a prestarle una bicicleta. Caminaba con paso firme, con una bolsa de papel colgando de su mano derecha. Dentro, ropa nueva. Ropa suya.

No más disfraces.

No más camisas holgadas ni pelucas.

No más Samuel.

Caminaba con el rostro descubierto y la barbilla alzada. Serena Jensen volvía a ocupar su cuerpo. Y esta vez no pensaba pedir perdón por ello.

Al llegar a la cima, se detuvo un segundo para recuperar el aliento. La biblioteca de Sault se alzaba como un vestigio silencioso del tiempo: piedra vieja, vigas oscuras, una puerta arqueada que se abría con una campana que tintineó al entrar.

El aire olía a papel fatigado, a polvo seco y a cera caliente. Una penumbra tibia envolvía el interior, como si alguien hubiera decidido que los secretos necesitaban oscuridad para respirar.

Lo vio enseguida.

Dorian estaba de espaldas, con una mano apoyada en el lomo de un libro envejecido. Llevaba una camisa negra, arremangada hasta los codos, y unos vaqueros gastados que parecían recién rescatados del fondo de una maleta. Aquel estilo informal no le restaba presencia. Al contrario. Había algo en su figura que absorbía el espacio, incluso cuando intentaba diluirse en él.

Podía vestir harapos.

Seguiría pareciendo un príncipe caído.

—Llegas tarde a nuestra cita, Jensen —murmuró sin volverse.

Serena dejó la bolsa en una silla y se cruzó de brazos.

—¿Desde cuándo esto es una cita?

Dorian esbozó una sonrisa leve, sin girarse todavía. Tomó el libro con delicadeza, lo extrajo del estante y al fin se dio la vuelta. Sus ojos —tan azules que en esa penumbra casi parecían grises— la recorrieron sin disimulo. Se detuvieron en la blusa nueva, en la curva visible del cuello, en los detalles que ya no se ocultaban tras Samuel.

—Te queda bien —dijo, con voz baja.

—No me interesa tu opinión.

—Mentira.

Ella alzó la barbilla, sin regalarle ninguna expresión. Sabía jugar demasiado bien. Y ella ya no era una pieza más en su tablero.

—¿Vamos a hablar de lo importante? —espetó—. ¿O vas a seguir evaluando mi vestuario como si fueras un crítico frustrado?

Dorian rio suavemente, sin sorna, y asintió con la cabeza. La condujo por entre los estantes, pasos callados sobre el suelo de madera. Al fondo, una puerta apenas visible rompía la geometría del muro: rectangular, antigua, casi disimulada. Una reliquia más.

Sin decir palabra, Dorian la abrió y le cedió el paso.

Serena cruzó el umbral sin mirar atrás.

—El Clan de la Lavanda usó este lugar durante generaciones —dijo Dorian mientras descendían por un pasadizo angosto que olía a humedad, piedra antigua y secretos enterrados. La voz le sonaba extrañamente serena, como si recitar datos históricos lo mantuviera a salvo de sí mismo—. Hay más verdades ocultas en esta biblioteca de las que podrías imaginar.

Las paredes, apenas iluminadas por una lámpara de aceite colgada de su hombro, estaban cubiertas de inscripciones. Lenguas que Serena no reconocía, símbolos que parecían moverse si uno los miraba demasiado tiempo. Siguieron bajando, hasta que el túnel desembocó en una sala más amplia.

En el centro, una mesa maciza de roble, curtida por el tiempo y el uso. A su alrededor, estanterías repletas de libros cuyas encuadernaciones parecían a punto de deshacerse. El aire era denso, casi ritual.

—Aquí fue donde se firmó el Tratado de la Concordia, en 1874 —continuó Dorian—. El original se guarda en la sede del Clan de las Rosas. Pero me imagino que eso ya lo sabes.

Serena desvió la mirada, fingiendo consultar sus notas. Había estado allí. Había leído más de lo que él pensaba. Uno de sus diarios la había conducido a este lugar. Él lo sabía.

—Es un tratado estúpido —dijo, alzando la voz con una decisión que no se molestó en suavizar.

—Te equivocas. Es lo único que ha evitado una guerra abierta durante más de un siglo.

Sabía que no lo haría cambiar de opinión. Así que cambió de estrategia.

—¿Y tú? —preguntó de pronto, observándolo—. ¿Por qué pareces tan… humano?

Dorian enmudeció unos segundos. Luego le explicó la maldición de Lucius Romano, el modo en que su naturaleza había sido limitada, deformada. Las intenciones de Sundar Naga. Serena escuchaba con atención, tomando notas en una pequeña libreta. Recordó el disparo en el Torneo de las Bestias. La herida sangrante. El caos de aquella noche. Todo empezaba a encajar.

—¿Quiere decir que ahora… sientes? —preguntó, bajando la mirada a la tinta fresca sobre el papel.

Dorian la observó fijamente.

—No confundas sensibilidad con debilidad. No busques redención en mí, Jensen. Yo no he cambiado. Sigo siendo un depredador. Y los humanos... siguen siendo alimento.

—Tus diarios sobre Eleanora dicen otra cosa.

Él se tensó.

Fue imperceptible, apenas un latido en el aire.

Y luego, sin advertencia, la empujó contra la pared.

El golpe fue seco. Su espalda chocó contra la piedra fría, y el impacto le robó el aliento por un segundo. No había brutalidad, pero sí fuerza. Voluntad. Control.

Dorian no habló.

No lo necesitaba.

Su cuerpo bloqueaba cualquier salida. Su mano firme sujetaba su muñeca. Su rostro estaba a centímetros del suyo. Y en sus ojos —esos ojos que antes habían brillado con arrogancia— ahora solo había una amenaza latente: «no juegues conmigo.»

Serena respiró hondo. Podía sentir el latido en su cuello, martilleando. No por miedo.




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