El Clan de las Rosas

49 | Isabella

PARÍS

HACE 21 AÑOS

Odiaba a mis padres. A los dos. Odiaba la mansión de la rue de Varennes donde había crecido, con sus columnas de mármol, sus relojes de péndulo y sus cortinas pesadas que pretendían disfrazar la cárcel. Odiaba los bailes de sociedad, las sonrisas falsas, la maldita vajilla de porcelana de Limoges.

El apellido Marceau era una llave de oro que abría puertas, sí, pero al mismo tiempo te encadenaba a una vida sin elección. Ser hija de esa estirpe implicaba renunciar a la posibilidad de ser honesta. O libre. O feliz.

Estaba sentada junto al fuego, hojeando una revista de moda con indiferencia forzada, cuando sonó el timbre de la entrada. Sabía perfectamente quién venía. También sabía que no me iban a permitir negarme.

—Isabella, querida —dijo mi madre, con esa voz suya que siempre sonaba como una orden disfrazada de caricia—. No estás presentable para recibir a tu futuro prometido.

No respondí. Mi silencio era mi guerra. Ella no sabía que yo ya había elegido mi vestido con cuidado: un top fucsia de lycra ceñido al cuerpo y una falda tan corta que rozaba la indecencia. Una provocación. Un escándalo. Quería parecer una puta del Quartier Latin. No por gusto, sino por mensaje. Que vieran lo bajo que podía caer si intentaban elevarme por la fuerza.

Mi padre no compartía el gusto de mi madre por los rodeos. Se levantó y me agarró por el cuello del top con violencia.

—Nos avergüenzas —escupió—. ¿De verdad crees que Dorian Montrose va a respetarte si te presentas así?

—Prefiero ser su puta que una Marceau —le respondí, sin pestañear.

El bofetón retumbó en la sala. La mejilla me ardía, pero no reaccioné. A esas alturas, el dolor era algo lejano, intrascendente.

Seguían discutiendo mientras yo observaba las llamas danzar en la chimenea. Me parecían más sinceras que cualquiera de los retratos que adornaban las paredes. Todos esos rostros ilustres, muertos hace siglos, vigilándome con ojos vacíos.

—Si esto es por André...

—¡No pronuncies su nombre! —grité, llevándome las manos a la cara.

No iba a permitirlo. No después de lo que le hicieron. No después de dejarlo morir.

André había sido mío. Mi luz. Mi error. Un vampiro de sangre humilde, secuestrado por otro clan en busca de dinero fácil. Su vida pedía rescate, y yo supliqué, lloré, me arrodillé si hizo falta. Pero mis padres dijeron que no. Que no podían arriesgarse a “sentar un precedente”. Que pagar por un mestizo de sangre baja sería mal visto.

Así murió André.

Y con él, la última parte de mí que aún creía en ellos.

El timbre volvió a sonar. Una de las criadas entró para anunciar la llegada de los invitados.

Dorian Montrose y su hermano, Alexander.

Ambos vestían trajes oscuros, sin una arruga fuera de lugar. El mayor, Dorian, era tan guapo como frío. Su mirada era hielo tallado, y el modo en que me observó dejó claro que mi atuendo no había pasado desapercibido. Había conseguido lo que quería: repulsión. Aversión. Fracaso ceremonial.

A su lado, Alexander parecía la antítesis. Cabello rubio oscuro, sonrisa fácil. Su expresión no era de juicio, sino de curiosidad. No me miraba como a una mercancía defectuosa, sino como a un acertijo.

—Si querías llamar la atención, Isabella, lo has conseguido —murmuró Alexander con un deje divertido.

Dorian soltó un suspiro, como quien decide no malgastar saliva.

—Deja de hacer el ridículo, Alexander.

Mis padres se lanzaron sobre ellos con disculpas encadenadas. Intentaban limpiar mi vergüenza con palabras vacías. Yo me crucé de brazos, como una estatua del escándalo. Alexander se acercó, desafiando la etiqueta.

—Disculpa a mi hermano —me dijo—. Él tampoco deseaba este compromiso. Aunque entiende que es... beneficioso.

—¿Y tú quién eres? ¿Su perrito faldero?

Él rio. Se inclinó lo justo para susurrarme:

—Te conviene llevarte bien conmigo, chérie. Soy el único que sabe cómo manejarlo. Créeme: es una habilidad muy útil.

Lo miré con suspicacia, pero su sonrisa no flaqueó.

Tal vez tenía razón.

Después de todo, en un año me convertiría en la esposa de Dorian Montrose. Una jugada perfecta entre mi familia y la suya. Un pacto sellado entre riquezas, sangre y ambición.

A veces, para huir de una prisión, tienes que aceptar otra.

Y si debía casarme con un monstruo, más me valía aprender rápido a sobrevivir entre los suyos.




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