El Clan de las Rosas

50 | Decadencia

Serena tragó saliva al sentir cómo la música retumbaba en las paredes de piedra, vibrando como un segundo latido bajo la piel. La luna brillaba alta y blanca sobre el tejado de la mansión clandestina, pero dentro, todo era oscuridad dorada, perfume embriagador y un hedor suave a libertinaje cuidadosamente escenificado.

Dorian caminaba a su lado, sin tocarla aún, pero con esa cercanía calculada que podía quemar. Su mirada la rozaba como un dedo invisible mientras cruzaban el umbral del salón. Las paredes refulgían con reflejos rojos y morados, luces bajas y espejos dorados que multiplicaban la imagen de cuerpos semidesnudos meciéndose al compás del humo, del incienso, del deseo.

No era solo una fiesta secreta.

Era un altar a la decadencia.

Un lugar donde las máscaras eran más sinceras que los rostros.

—Tienes cara de no haber visto algo así en tu vida… —murmuró Dorian con esa voz suya, rasgada de ironía y velada de interés.

Serena le lanzó una mirada que podría haberle costado la vida a cualquier otro hombre.

—No sabía que tu brillante plan para acercarnos a Sylvaine Bellefontaine incluía un burdel disfrazado de club selecto.

Dorian sonrió, satisfecho por su incomodidad. Iba vestido con un traje negro sin corbata, la camisa abierta en el cuello. Lo justo para parecer peligroso, lo suficiente para integrarse. En cambio, Serena —envuelta en un vestido rojo oscuro, largo hasta los tobillos, de tela gruesa y elegancia sobria— destacaba como un lunar de cordura en un escenario de exceso.

—Los gustos de Sylvaine son… refinadamente pervertidos. Aquí nadie es quien dice ser. Ni tú. Ni yo. —La miró de reojo—. Tienes que parecer que perteneces.

Serena bufó.

—Perdona por no venir en lencería de encaje y tacones de aguja.

—Lástima. Te habría quedado impecable.

La réplica quedó en el aire. Una mujer de curvas generosas y vestido plateado apareció entre las sombras como si hubiera estado esperando su momento.

—Montrose… —canturreó, copa en mano, ojos felinos—. Qué aparición inesperada.

Dorian alzó una ceja, relajado, como si supiera que cualquier palabra suya podía cortar el aire.

—Astrid —dijo—. Dime que me echaste de menos.

Serena sintió un picotazo en el estómago. Una especie de… irritación. Por la escena. Por el tono. Por la mano de Astrid, que se posó sobre el pecho de Dorian como si fuera suyo.

—¿No recuerdas? Londres. La fiesta privada... —susurró Astrid con sonrisa de amante rescatada del pasado.

Serena entrecerró los ojos. Su voz sonó más áspera de lo que pretendía.

—¿Vienes a muchas de estas?

Dorian giró hacia ella, divertido. Un destello peligroso en los ojos.

—¿Celosa, Jensen?

—Ni aunque viviera mil años.

Él se inclinó, su aliento le rozó la oreja. Susurró, sin pedir permiso:

—Entonces haz tu papel.

Y antes de que pudiera protestar, rodeó su cintura con un brazo y la atrajo hacia su cuerpo.

Serena sintió el calor atravesar la tela. Su perfume —amaderado, especiado, inconfundiblemente Dorian— la rodeó. Fue un gesto fluido, ensayado. Como si lo hubieran hecho antes. Como si fuera inevitable.

—Oh... ya veo —dijo Astrid, y su sonrisa perdió dulzura—. Esta vez vienes con compañía.

—Algo así —respondió él, sin emoción.

Serena alzó la barbilla, se aferró al papel como a un salvavidas y apoyó la mano sobre el cuello de su camisa abierta.

—Lo siento, cariño —murmuró, con una sonrisa azucarada y afilada—. Esta noche lo tienes ocupado.

Astrid se acercó a Serena aún más, hasta que sus labios casi rozaron su oído. El tono de su voz bajó, convertida en un susurro íntimo que solo ellas dos podían compartir.

—Te lo diré porque es justo advertirte: Dorian Montrose es espectacular en la cama.

Serena sintió un escalofrío en la columna. Se irguió un poco más, pero no dijo nada. No aún.

—Pero no te encariñes —prosiguió Astrid, con voz sedosa—. Él no se queda. No pertenece a nadie. No se ata. No se rompe. Utiliza lo que necesita y lo suelta cuando deja de ser útil. Incluso si ese algo... fuiste tú por una noche entera.

Serena bajó la mirada. No podía evitar el rubor que le subía a las mejillas. Ardía desde la garganta hasta las orejas. Quiso odiarse por reaccionar así, pero era imposible ignorar la punzada en el pecho, esa mezcla de rabia y algo más que no se atrevía a nombrar.

Astrid se enderezó, satisfecha con el efecto logrado. Dio un sorbo a su copa y añadió, antes de alejarse:

—Solo quería ayudarte, cariño. Las que se creen especiales son las primeras en caer.

Y con ese último golpe disfrazado de consejo, se desvaneció entre la multitud como si nunca hubiera estado allí.

—Admito que tu actuación fue convincente —dijo Dorian, bajando la mirada a su mano, ajeno a la conversación que acababan de mantener.

Serena le brindó una mirada fulminante, aunque los dedos aún le temblaban.

—Haz tu maldito trabajo y yo haré el mío.

Él la soltó, pero no era capaz de dejar de observar sus reacciones, por muy diminutas que fueran.

Serena, por su parte, notaba cómo las miradas se posaban sobre ella. Hombres, mujeres, todos con propuestas que no necesitaban palabras. Ofrecimientos envueltos en seda y deseo. Y a cada insinuación, Dorian parecía tensarse un poco más.

No por celos.

Por algo más primitivo.

Porque verla allí, fuera de lugar, preciosa y contenida, era casi una forma de tortura.

Pero no la perdonaba.

Y no la deseaba.

Se lo repetía incesantemente. Aunque mentía.

Entonces, cuando estaba a punto de apartar la vista, sus ojos la encontraron.

Sylvaine.

Allí estaba.

Apoyada contra un pilar, los labios fundidos con los de otra mujer, en un beso lento, casi ceremonial. El vestido verde esmeralda dejaba al descubierto su espalda y buena parte de su alma. Parecía una escultura en movimiento, un delirio hecho carne.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.