El Clan de las Rosas

51 | Adrenalina

—Dorian Montrose… —murmuró Sylvaine, su voz arrastraba sílabas como seda mojada—. Qué sorpresa verte en Provenza.

Dorian no contestó. No aún. Con Sylvaine, el silencio era un arma más poderosa que cualquier palabra. A ella le gustaban los duelos sutiles, las pausas largas, el juego.

La música clásica, dulce y sofocante, vibraba en el aire como un veneno refinado. La líder del Clan de la Lavanda les hizo un gesto con la mano, guiándolos a un rincón apartado del salón, lejos de las siluetas entrelazadas en los sillones y de las bocas ansiosas que bebían deseo.

Sylvaine se sentó como una reina exiliada: el vestido verde esmeralda se adhería a su piel sudorosa, y sus pechos descubiertos no eran provocación, sino un recordatorio de que la belleza también podía ser una amenaza. Sonrió con los labios, pero no con los ojos.

—Necesito información —dijo Dorian al fin, su tono tranquilo, sin afectación.

Ella arqueó una ceja, casi decepcionada.

—¿Ni un poco de conversación antes de entrar en negocios, querido? Me rompiste el corazón.

—No tengo tiempo para juegos.

Sylvaine rio por lo bajo, pero sus ojos se desviaron hacia Serena, que aguardaba con firmeza a su lado. La observó de arriba abajo, lentamente, como si la desnudara con el pensamiento.

—Vaya. ¿Y esta pieza exquisita? —musitó, dejando que sus dedos juguetearan con el tallo de una copa de vino—. No sabía que venías con compañía… ¿Has dejado a Isabella en casa?

—Sabes que detesta estos lugares. Le parecen vulgares —replicó Dorian con una sonrisa cínica—. Demasiado reales para su gusto.

La mirada de Sylvaine se intensificó. Ya no se dirigía a él.

—Si quieres algo de mí —dijo entonces, cruzando una pierna sobre la otra—, necesitaré una ofrenda.

—¿A qué te refieres?

Ella estiró la mano y rozó con la yema de los dedos la piel del dorso de Serena, lenta, invasiva.

—A ella. Es justo mi tipo.

El aire se volvió denso.

Serena percibió al instante el cambio en la postura de Dorian, la tensión en su mandíbula. Pero fue ella quien le sostuvo la mirada, y con un leve movimiento de cejas, casi imperceptible, le dio permiso.

Estaban demasiado cerca como para fallar ahora.

Dorian no respondió, pero cuando Sylvaine se inclinó hacia Serena, cuando sus labios se acercaron con un gesto más simbólico que carnal, algo en él estalló.

—Basta.

La palabra se clavó en el aire como un cuchillo.

Sylvaine se apartó despacio, divertida.

—¿Celoso, Montrose?

—Serena es el arma que acabará con Sundar. No pienso compartirla contigo.

La elfa lo estudió. No retrocedió. Pero tampoco insistió.

—Ah, entonces por eso estás aquí. Reunir a los clanes contra la serpiente traidora. Interesante.

—Y para eso necesitamos a Lucius —intervino Serena, intentando ignorar la mano de Sylvaine, que descendía peligrosamente por su muslo.

Dorian lo notó. Y no le gustó en absoluto.

—Tienes mi atención —susurró Sylvaine, ahora acariciando el brazo de Serena con gesto perezoso—. Pero no voy a venderte a Lucius. Él no es una mercancía. Y yo no soy una traidora.

—¿Y cómo piensas frenar a Sundar sin romper el hechizo? —Dorian entrecerró los ojos.

—Tú mismo me has traído la solución. —Sylvaine se recostó, su sonrisa encarnada en puro peligro—. Explícame el plan, y ya veremos.

Entonces ocurrió. Un gesto mínimo. Un dedo que se flexiona, una orden no verbal. Pero Dorian lo captó. Sylvaine acababa de alertar a su gente.

Pisadas.

Las sintió antes de verlas. Zapatos pesados sobre mármol. Desde las entradas laterales.

Y entonces los vio: hombres vestidos con capas negras y detalles excéntricos. Los emblemas del círculo de Lucius. Entre ellos, un hombre rubio con una máscara de plata. El que dirigía la emboscada.

Y afuera… movimiento entre los arbustos del jardín. Más hombres. Más armas.

Una trampa.

Dorian miró a Serena. Ella entendió sin que él hablara.

—¡Ay, qué torpe! —exclamó de pronto, y su copa cayó sobre el vestido de Sylvaine en una perfecta actuación de torpeza femenina.

La elfa soltó un jadeo de indignación.

—¡Serás…!

—Te acompaño al baño, cariño —interrumpió Dorian, sujetando a Serena por el brazo mientras la arrastraba fuera.

La voz de Sylvaine resonó tras ellos, aguda:

—¡Montrose!

Pero ellos ya corrían.

Dorian desenfundó su arma. Serena hizo lo mismo. La pistola salió de su muslo como si hubiese estado allí desde siempre.

Y entonces llegaron los disparos.

Los gritos.

El caos.

Cuerpos corriendo. Gente en pánico. Cristales estallando.

Y en medio de todo, Serena se volvió un instante. Y lo vio.

El hombre de la máscara.

Se detuvo. Él también. Como si el tiempo se hubiese congelado.

—Serena… —susurró él. Su voz atravesó el bullicio como una puñalada.

Ella palideció. ¿Cómo demonios sabía su nombre?

—¡Muévete, Jensen! —bramó Dorian, sujetándola de la muñeca.

Y corrieron.

Disparos tras ellos. Las paredes estallaban con impactos. Las puertas cedían como cartón mojado. El suelo temblaba bajo la estampida.

—¡El coche! —gritó Serena, señalando el portón trasero.

Dorian no lo dudó. Saltó al asiento del conductor y giró la llave. El rugido del motor cortó la noche como un animal herido.

—¡Dispara, Jensen!

Ella bajó la ventanilla, se inclinó y abrió fuego.

Los enemigos buscaron cobertura.

—¡Conduce menos como un lunático! —le gritó mientras recargaba el arma.

—¿Dónde estaría la gracia en eso? —respondió Dorian, con una sonrisa salvaje.

Ella disparó de nuevo. Un coche enemigo reventó una rueda y salió volando hacia un árbol.

Dorian pisó el acelerador hasta que el asfalto desapareció bajo ellos como un río de sombras.

—No sé qué me jode más —escupió Serena entre jadeos, con la mejilla sucia de hollín y el pulso todavía enloquecido—. Que nos hayan vendido o que casi dejo que una maldita elfa me metiera mano.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.