El Clan de las Rosas

52 | Arrepentimiento

El taxi avanzaba por una carretera desierta, con la silueta del incendio aún palpitando en el retrovisor como un recuerdo que se negaba a extinguirse. Dentro del coche, el silencio era una tensión contenida, algo denso que se colaba por los poros. Serena mantenía la vista fija en el cristal, rígida, sin parpadear, fingiendo interés por la oscuridad del paisaje. Pero lo único que sentía era la cercanía de Dorian. Ese calor suyo, callado, ineludible, que le rozaba el costado como una presencia demasiado viva. Y no se movió. No por miedo, sino por orgullo. Porque si lo hacía, si reconocía que estaba afectada, sería como ceder la primera grieta.

No se atrevía a hablar.

No desde el beso.

El maldito beso.

Dorian mantenía la vista fija en la ventanilla, su perfil tallado a golpes de tensión. Sus nudillos se marcaban sobre la pierna. El eco del beso aún vibraba en su piel. En su lengua. En el fondo de su maldita garganta.

Rompió el silencio con su voz áspera:

—El hotel de Sault ya no es seguro. Lucius sabe que estamos aquí.

Serena apenas giró la cabeza.

—¿Y ahora qué?

Dorian sacó el móvil. Marcó. Esperó dos tonos.

—¿Dónde demonios te has metido, Dorian? —respondió Yoshiro al otro lado, con su habitual tono de hastío.

—En problemas. Como siempre —dijo Dorian, seco—. Escucha, necesito refuerzos. El hotel está comprometido.

—Priya y yo vamos de camino —informó Yoshiro—. Tiene novedades. Cosas importantes sobre el medallón.

—Perfecto. Quedamos al amanecer. Te mando coordenadas.

Colgó sin más. Las despedidas no eran lo suyo.

Serena lo observó de reojo. Frío. Calculador. Perfecto en su papel de estratega impenetrable. Como si su boca no hubiese estado fundida con la suya minutos antes. Como si su cuerpo no hubiese temblado al tocarla.

Se abrazó a sí misma, como para empujar su propia piel de vuelta a la compostura. Y entonces lo recordó.

Él.
El hombre de la máscara.

Serena…

No había sido un error. Él la conocía. Su nombre, su rostro. Había algo allí, en esos ojos asombrados, que aún le helaba la sangre.

El taxi se detuvo frente a un motel de mala muerte, en las afueras de un pueblo anónimo. El neón rojo titilaba como una advertencia. Serena bajó tras él, arrastrando sus botas cubiertas de polvo y ceniza. Dorian habló brevemente con el recepcionista. Deslizó dinero sin preguntas.

Volvió con el ceño aún más fruncido.

—Está lleno —informó—. Solo queda una habitación.

Serena sintió cómo se le congelaba la espalda.

—Dime que estás bromeando.

—¿Pareces ver que me esté riendo?

No lo estaba.

—Perfecto. —Rodó los ojos—. Una noche más en este infierno.

—Podrías dormir en el coche. Pero está ardiendo.

Ella lo fulminó con la mirada. Él apenas arqueó una ceja.

Subieron las escaleras en silencio. Serena murmuraba maldiciones entre dientes. Al llegar, Dorian abrió la puerta.

Una cama doble. Un sofá. Una lámpara agonizante.
Y nada más.

Dorian fue directo al sofá, lo golpeó con la palma de la mano.

—Tuyo.

—¿Perdón?

—¿Esperabas que te dejara la cama?

—Esperaba un milagro.

—Entonces no me conoces en absoluto.

Se dejó caer con una manta sobre el pecho, impasible. Serena lo contempló de pie, frustrada, hasta que acabó descalzándose y deslizándose en la cama con una mezcla de rabia, vergüenza y deseo mal gestionado.

El silencio se volvió un enemigo invisible.

No por la habitación.

Sino por todo lo que no se decían.

Los dos respiraban como si dormir fuera un reto.

—Duérmete ya, Jensen —murmuró Dorian, más ronco de lo habitual—. Mañana conseguimos ropa nueva. Y si tenemos suerte, agua caliente.

Dormir.

Como si bastara con apagar la mente.

Como si su aliento no la persiguiera aún entre las sábanas. Como si no estuviera reviviendo el momento en que él la había empotrado contra una pared.

Como si no se sintiera una traidora.

A Óscar.

A Jonás.

A sí misma.

Y el enmascarado… ¿quién era? ¿Qué sabía?

Los minutos pasaban. El silencio ardía. Dorian se movió en el sofá. Un crujido de piel. Una exhalación pesada.

—Deja de pensar en lo que pasó.

La frase cayó como un disparo.

Serena abrió los ojos. Se incorporó ligeramente.

—¿Qué?

Dorian giró la cabeza, su voz en la penumbra:

—El beso. Fue un error. Olvídalo.

Serena se quedó quieta. El nudo en su garganta le impedía tragar.

—Ya lo olvidé —dijo.

Mentira.

Dorian soltó una risa seca, sin rastro de humor.

—Claro que sí.

Y ninguno de los dos volvió a dormir.

Solo se escuchaban sus respiraciones. Las sábanas que crujían. El corazón latiendo demasiado fuerte en medio del arrepentimiento.

Un arrepentimiento que aún olía a pólvora, a sudor y a deseo maldito.

🌹🌹🌹🌹🌹

El motel estaba en silencio.

Pero no era un silencio real.

Era el tipo de silencio que crepita bajo la piel. Que huele a sudor seco, a ceniza. Que gotea desde el techo como una maldición no pronunciada.

Dorian yacía en el sofá, con los ojos cerrados pero sin descanso.

Su guerra no era contra Lucius en aquel momento.

Era contra su propio cuerpo.

La imaginó con los muslos abiertos bajo él, jadeando su nombre mientras la hacía temblar, con la espalda arqueada y las uñas arañándole la piel como si quisiera quedarse a vivir en su cuerpo. Podía ver cada curva, cada gesto, cada suspiro que aún no había arrancado. Se moría por saborearla. Por hundirse en su centro y escucharla rogar sin palabras.

Y su cuerpo respondió.

Con una violencia insoportable.

Con una erección tan dura y tensa que le dolió hasta el estómago.
El calor se le concentró en la ingle, pulsando como si lo estuvieran castigando desde dentro.

Apretó los dientes. Cerró los puños. Juró en silencio.




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