Serena se despertó de golpe.
Como si el cuerpo no supiera que la noche había terminado.
Le dolía todo: la espalda, las piernas, los brazos. La cabeza latía con la resaca del humo y el sobresalto, y su piel seguía impregnada de polvo, como si la explosión se le hubiera incrustado en los poros.
Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. El motel. El sofá vacío. El infierno del que habían escapado. El otro infierno que no habían podido dejar atrás.
El sofá estaba revuelto, pero vacío. Dorian no estaba.
El pecho se le apretó por un segundo.
No era miedo.
No exactamente.
Pero esa punzada absurda de descubrirse sola, sin aviso, sin ruido, sin despedida.
El beso había existido.
La urgencia.
Las manos.
La lengua.
El fuego.
Todo.
Y, sin embargo, el silencio del amanecer se lo tragaba como si hubiera sido una alucinación.
Se incorporó, tocándose la frente. Necesitaba una ducha. Y un exorcismo.
Cuando se miró en el espejo, no vio a Serena Jensen, inspectora. Ni siquiera a Samuel, el disfraz.
Solo una mujer exhausta, sucia, con el cabello revuelto de ceniza y los labios partidos.
Una superviviente que no había tenido tiempo de preguntarse qué carajo estaba haciendo.
Giró hacia el baño… y se congeló.
No tenía ropa limpia.
Y no iba a volver a enfundarse esos harapos chamuscados que aún olían a miedo y adrenalina.
—Fantástico —murmuró, dejando caer la frente contra la pared.
Entonces la cerradura giró.
Dorian.
Entró sin prisa, sin gesto, sin explicaciones.
Cuando lo vio entrar, con el cabello aún húmedo y peinado hacia atrás, la mandíbula afilada recién afeitada y una camisa negra que le ceñía el torso con una elegancia desganada, sintió un pellizco en el estómago que no tenía nada que ver con el hambre. Los vaqueros oscuros, sencillos pero ajustados, realzaban esa maldita forma de caminar suya: segura, depredadora, como si el mundo entero le debiera silencio. Iba limpio. Impecable. Como si la explosión, el fuego, el caos de la noche anterior no le hubieran rozado ni el alma. Lo odió por eso. Por la calma con la que se movía. Por el contraste brutal entre su perfección y la ceniza que aún le cubría a ella el cuerpo.
—Por fin despiertas, Jensen —dijo con su tono habitual, afilado como un cuchillo sin filo: frío, constante, indolente.
Serena se quedó inmóvil.
Lo odió un poco más en ese instante.
—¿Dónde estabas? —preguntó, sin molestarse en disimular el reproche.
Él ni se giró. Caminó hasta la mesa, dejó caer una bolsa de papel y sacó la ropa con gesto neutro.
—Te he traído esto.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué…?
—No vas a salir desnuda, ¿verdad? —añadió, como si fuera obvio.
Dentro de la bolsa: un vaquero oscuro, una camisa blanca… y ropa interior.
Serena sintió el calor subirle al cuello.
—Dime que no la has elegido tú —masculló, incómoda.
Dorian esbozó una sonrisa de esas que no llegaban a los ojos.
—Relájate. Cogí lo primero que vi. No pierdo el tiempo con encajes.
—Eres un imbécil.
—A menudo —respondió, dándose la vuelta sin siquiera mirarla—. Te espero en la cafetería de la esquina. Quince minutos. Si tardas más, desayuno sin ti.
Y cerró la puerta tras de sí. Sin una sola palabra más. Como si la noche anterior no hubiera significado nada.
Serena lo observó marcharse con la mandíbula apretada.
No iba a disculparse.
No iba a hablar del beso.
Iba a ignorarlo como si no hubiera ocurrido.
Y quizás eso era lo más insoportable.
Porque si volvía a mirarla como la noche anterior…
si volvía a rozarla, a tomarla, a morderla como lo hizo…
no habría marcha atrás.
Respiró hondo.
Cogió la ropa con manos firmes y se metió en la ducha.
El agua caliente resbaló por su cuerpo como un intento torpe de borrarlo todo.
El polvo.
La sangre seca.
El recuerdo de su boca.
Pero no pudo arrastrar lo que aún ardía bajo su piel.
No pudo arrancarse la memoria de sus dedos.
Ni el maldito temblor que Dorian Montrose le había dejado alojado en las costillas.
Entró en la ducha.
El agua caliente resbalaba por su piel, pero no lograba arrancar nada de lo que verdaderamente pesaba. Cerró los ojos y apoyó la frente contra los azulejos, dejando que el vapor empañara el aire y su consciencia. Se frotó los brazos con fuerza, como si pudiera borrar lo que había hecho. Lo que había sentido.
La imagen de Dorian entrando en la habitación como si nada hubiera pasado le pesó más de lo que quería admitir.
Esa camisa negra. Ese cabello húmedo y disciplinado. Ese cuerpo que parecía tallado con rabia y autocontrol. ¿Cómo podía estar tan entero después de todo? ¿Cómo podía seguir siendo tan jodidamente atractivo cuando ella aún temblaba por dentro?
¿Y cómo era posible que, después de todo, aún lo ansiaba?
Se detestó por ello.
Porque él había matado a Óscar.
No lo había olvidado. No lo perdonaba.
Y sin embargo, la noche anterior… su cuerpo no había recordado nada de eso. Solo sus manos. Solo su boca.
Dorian Montrose era su enemigo. Un asesino. El verdugo de su marido.
¿Cómo podía desearlo?
¿Cómo podía haberle devuelto ese beso con tanta hambre?
Se le hizo un nudo en el estómago. Porque no solo era Óscar.
Estaba Jonás.
Dulce, paciente, valiente Jonás.
Lo había dejado hacía apenas unos días. No porque ya no lo quisiera.
Lo quería.
Y le dolía.
Pero alejarlo era la única forma de protegerlo del agujero negro que era el Clan de las Rosas. De Dorian.
«No puedo fallarle», pensó, apretando los párpados mientras el agua le golpeaba la nuca.
No podía permitirse arder por un monstruo.
No cuando había jurado venganza.
No cuando había destrozado a alguien tan bueno como Jonás para seguir este camino.