El Clan de las Rosas

54 | Sacrificio

El puerto de Marsella bullía con una vida áspera y eléctrica. El crujido de los cabos, el graznido inquietante de las gaviotas sobre las aguas turbias, el aroma entre sal y café recién molido… todo tejía un paisaje vibrante que Serena apenas percibía mientras avanzaba junto a Dorian por las callejuelas estrechas del barrio antiguo.

Iban a encontrarse con Yoshiro y Priya. Y ninguno de los dos estaría precisamente encantado de verla.

Dorian caminaba a su lado con esa calma gélida tan suya, como si aquello no fuera más que otro trámite, otro día en su agenda de secretos. Como si no la hubiera apartado con cruel indiferencia desde el beso. Serena lo sabía bien: Dorian podía ser devastador cuando decidía hacer daño. Y con ella no se había contenido.

Frunció los labios, intentando encapsular el pensamiento, guardarlo en una cápsula de plomo. No era el momento, no después de su última discusión.

El café elegido estaba apartado del bullicio, discreto, perfecto para tratos que no debían escucharse. Al llegar, ya estaban allí.

Yoshiro se encontraba de pie, con la espalda tensa y la mirada afilada. Priya, en cambio, se recostaba con languidez, copa de vino en mano, envuelta en un sari violeta que brillaba como una herida bien cosida. El kimono azul oscuro de Yoshiro le daba un aire ceremonial, como si estuviera a punto de sentenciar a alguien.

Ambos giraron el rostro al verlos. En sus ojos, sorpresa y algo más áspero.

—Vaya, vaya… —murmuró Priya, dejando la copa sobre la mesa—. Si esto no es una sorpresa...

Un escalofrío reptó por la columna de Serena.

—¿Qué hace ella aquí? —Yoshiro no esperó. Se apartó de la mesa y encaró a Dorian, con la furia contenida chispeando en sus ojos dorados—. Dime que no has perdido la jodida cabeza.

Dorian no se inmutó.

—Siempre es un placer verte, Yoshiro.

—Dorian... —El kitsune apretó los dientes—. ¿Estás diciendo que confías en ella?

—No. —La sonrisa que le dedicó era pura leña seca al fuego—. Pero he hecho un trato con ella.

La mandíbula de Yoshiro se tensó al mirar a Serena. La reconocía. Claro que la reconocía.

—Tú… —Su voz se volvió escarcha—. Samuel.

Priya sofocó una risa breve, más venenosa que divertida.

—Oh, esto se pone interesante —canturreó, escrutando a Serena con renovado interés—. Así que el pequeño Samuel era en realidad la inspectora que quería verte muerto, Montrose.

Serena mantuvo la mirada, firme como una llama.

—Nada personal —respondió, apenas curvando los labios.

—Oh, querida... —Priya se inclinó hacia delante, hipnótica—. Qué fascinante que digas eso cuando lo es todo.

Pero Yoshiro no estaba para juegos. Se giró de nuevo hacia Dorian, la incredulidad latiendo tras los ojos.

—Estás loco si crees que puedes fiarte de ella. Sabemos quién es. Sabemos lo que quiere.

Dorian suspiró, como si esa escena le resultara tediosa, un déjà vu incómodo.

—Podría decir lo mismo de Priya —dijo sin levantar el tono, lanzándole una mirada como una cuchilla envainada.

—Siempre tan encantador —ronroneó la naga.

Dorian la ignoró, centrado en Yoshiro.

—Escucha. Sé exactamente quién es Serena Jensen. Y precisamente por eso está aquí.

—Si fue capaz de infiltrarse como Samuel y engañarte a ti… ¿qué te hace pensar que no lo hará otra vez?

Dorian se inclinó ligeramente hacia él.

—Porque me necesita. Y yo la necesito a ella.

Yoshiro soltó una risa hueca.

—¿Necesitas a la mujer que quiere verte muerto? ¿Para qué? ¿Para que te dispare mientras duermes?

Dorian sonrió. No había ni rastro de humor.

—Te dije que Serena tiene una conexión con el medallón. No pensaba llevármela a Provenza, esto debía resolverse en Londres. Pero aunque ya no sea Samuel, sigue siendo mi guardaespaldas. Y me está ayudando con lo de Lucius.

El silencio se instaló como una nube baja sobre la mesa.

Priya entrecerró los ojos, curiosa.

—¿Qué sabe ella de Lucius y de los clanes? —gruñó Yoshiro.

—No hizo falta ponerla al día. Investigó sola.

Serena sintió el peso de todas las miradas.

—¿Te das cuenta de que eso va contra el tratado? —espetó Yoshiro—. No tiene ningún puto sentido.

—¿De verdad? —La ironía se le escapó a Dorian como una víbora—. ¿Tú, que te acuestas con una naga, me hablas de romper tratados?

Yoshiro enrojeció. Serena intervino, directa:

—Entiendo tu desconfianza. Pero todos tenemos algo que ganar si esto funciona. Yo busco respuestas. Vosotros queréis romper el hechizo del medallón, que —por alguna razón que aún no entiendo— está vinculado conmigo. Y los cuatro sabemos que hay un enemigo común: Sundar. Si ese medallón sirve para detenerlo, es mejor que trabajemos juntos.

Los tres la observaban. Serena no titubeó.

—O colaboramos… o dejamos que Sundar encuentre a Lucius antes. Será interesante ver cómo os aniquila.

—Odio tener que darte la razón, Jensen —murmuró Dorian, apoyando los codos sobre la mesa—. Por eso está aquí. Por eso la necesito.

Priya alzó su copa.

—Chica lista.

Dorian siguió sin prestarle atención.

—¿Tienes algo nuevo sobre el medallón?

Priya dejó la copa con elegancia medida.

—Por eso quería hablar contigo en persona.

—¿Yoshiro no lo sabe?

La sonrisa de la naga no se alteró, pero el filo en su voz era evidente.

—Es un secreto de tu familia. Yoshiro lo comprende.

El kitsune no dijo nada. Pero el temblor de su mandíbula hablaba por él.

Dorian calibró la situación con una mirada breve.

—¿Quieres hablar a solas?

—Si no te importa, Montrose.

Dorian sonrió, frío como el fondo del mar.

—Oh, Priya. Sabes que siempre me importa.

Yoshiro bufó, molesto.

—No me gusta esto.

—Tú nunca estás contento con nada —murmuró Dorian.

Priya soltó una risa melodiosa.

—Y por eso te quiero, zorrito.

Serena los miró a todos, consciente de que estaba entrando en un juego más grande —y más turbio— de lo que había imaginado.




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