El aroma a lavanda flotaba en el aire como una caricia venenosa. Era dulce, casi embriagador, pero bajo su fragancia se intuía el eco de un antiguo conjuro. La brisa lo arrastraba colina abajo, acariciando las hojas y rozando los nervios de los que esperaban agazapados entre la maleza.
La sede del Clan de la Lavanda se alzaba majestuosa sobre un promontorio cubierto de vegetación exuberante. La mansión, de piedra antigua, se extendía con arrogancia entre jardines imposibles y torres coronadas por espinas florales. Era hermosa, sí. Una trampa envuelta en terciopelo.
Un lugar diseñado para encantar… y devorar.
—Tiempo estimado antes de que nos descubran —murmuró Serena, arrodillada tras un seto, los ojos clavados en el vaivén metódico de los guardias.
Yoshiro, a su lado, ajustó sus guantes de cuero con precisión y entrecerró los ojos como un animal oliendo el peligro.
—Cinco minutos, si somos cuidadosos. Dos si Montrose decide hacer algo estúpido.
—Siempre tan encantador, zorrito —replicó Dorian, sin dejar de observar la entrada principal.
Serena le dirigió una mirada afilada.
—¿Puedes concentrarte en no matarnos antes de entrar?
Dorian le dedicó una media sonrisa, ladina, insolente.
—Pensé que te gustaban las emociones fuertes, Jensen.
Una exhalación burlona surgió de entre los arbustos. Priya se había arrodillado junto a ellos con la precisión grácil de una depredadora. Su sari oscuro no brillaba en la penumbra, pero su presencia parecía alterar el aire.
—La tensión sexual es adorable, de verdad, pero estamos a punto de infiltrarnos en una fortaleza llena de élites sobrenaturales —dijo con su habitual tono socarrón—. ¿Podéis dejar de miraros como si quisierais arrancaros la cabeza… o la ropa?
El rubor ascendió sin piedad al rostro de Serena, que apretó la mandíbula con fuerza antes de apartar la vista.
«Maldita sea, Priya.»
Dorian, por su parte, se limitó a sonreír como quien disfruta de una buena tormenta.
—Podemos hacer ambas cosas —murmuró.
Antes de que Serena pudiera responderle con veneno —o un cuchillo—, Yoshiro se interpuso con voz tensa:
—Tenemos que dividirnos. La entrada principal está demasiado custodiada. Pero hay una red de túneles subterráneos que usaban para el tráfico de artefactos mágicos. Aún deben existir accesos en la cara norte.
Dorian asintió con rapidez.
—Tú y Jensen iréis por ahí. Priya y yo distraeremos a los guardias en la entrada.
Serena frunció el ceño, disconforme.
—No me entusiasma la idea de separarnos.
Dorian la miró con esa chispa de provocación que tanto detestaba… y que tanto deseaba extinguir a golpes.
—¿No puedes vivir sin mí, Jensen?
—No seas idiota —le espetó, cruzándose de brazos—. Solo quiero asegurarme de que, si algún día mueres, sea porque yo te he matado.
Priya resopló, cansada del juego verbal.
—Dios… en serio, follad de una vez.
—¡Priya! —gruñó Yoshiro, escandalizado.
Serena puso los ojos en blanco, mientras Dorian soltaba una carcajada breve, oscura y peligrosa.
Pero la ligereza no duró.
En cuanto se pusieron en marcha, la tensión se hizo carne.
El aire vibraba con la promesa de enfrentamientos.
El silencio pesaba como si la mansión misma respirara, consciente de su presencia.
El asedio había comenzado.
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La distracción fue tan rápida como letal. Una ejecución milimétrica.
Priya y Dorian se deslizaron hacia la entrada con la seguridad de quienes saben exactamente cuánto pueden permitirse arriesgar. Su plan era simple: crear suficiente caos para desviar la atención de los centinelas. El tiempo era escaso, y la sutileza, un lujo que no podían permitirse.
—No te pases, Montrose —advirtió Priya en un susurro, mientras ajustaba el drapeado de su vestido con una gracia engañosa—. Si lo arruinas, me veré obligada a matarte.
Dorian le devolvió una sonrisa gélida, carente de humor.
—Tendrás que hacer cola.
En el instante en que los guardias los interceptaron, Priya arrojó una pequeña ampolla violeta que se rompió en el suelo con un chisporroteo tóxico. Un segundo después, los hombres se derrumbaron como marionetas sin hilos, los ojos abiertos y las extremidades paralizadas por la poción.
Dorian no esperó a que respiraran. Con un solo movimiento, extrajo la daga curva de su cinturón y se deslizó sobre uno de ellos, hundiéndola sin vacilar en su garganta. Un espasmo. Silencio.
—Sylvaine no va a estar contenta con esto —murmuró mientras limpiaba la hoja con un pañuelo blanco—. Pero nos ha dejado pocas opciones.
Los otros guardias intentaron reaccionar, pero Priya ya estaba sobre ellos. Se movía como una sombra líquida, veloz y despiadada. Otra ampolla explotó a sus pies, envolviéndolos en una nube de somnolencia mágica. Dorian terminó el trabajo con cortes limpios, precisos, casi quirúrgicos. Sus rostros no mostraban emoción, pero sus cuerpos hablaban el idioma antiguo del combate.
—Hay que dejar a uno vivo —dijo Priya, secamente—. Que avise. Así atraerán refuerzos a este punto y liberarán el paso por los túneles.
Dorian asintió, aunque su mirada se desvió un instante hacia los jardines, como si pudiese ver a través de los muros.
—Serena y Yoshiro deberían esperarnos. No creo que sean tan estúpidos como para enfrentarse solos a Sylvaine.
Priya se giró para observarlo, su silueta envuelta en humo y perfume venenoso.
—A ti te gusta la inspectora —dijo con una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
—No digas estupideces. ¿Crees que este es el momento?
—Montrose… nos conocemos desde hace años. He visto cómo la miras. Pero no te hagas ilusiones. Ella no es para ti. Nunca lo será.
—No pretendo que lo sea.
Priya se acercó un paso más, el tono casi compasivo.
—Más te vale. Llevo años sintiendo su corazón. Ese odio que te tiene… es real. Y lo será siempre. No puedes redimirte ante ella. No puedes cambiar lo que eres.