NOTTING HILL
LONDRES
La lluvia londinense deslizaba hilos de agua por el cristal, distorsionando las luces tenues de la ciudad como si el cielo también estuviera llorando. Isabella Marceau no se movía del asiento trasero del coche, observando en silencio. La cafetería favorita de Alexander quedaba a dos calles. Sabía que él estaría allí. Siempre iba por las mañanas. Siempre, desde que decidió alejarse de todo… y de ella.
Tomó su paraguas rojo y descendió sin prisa, dejando que la humedad le calara los huesos al caminar entre las calles mojadas. Pero no entró. Se quedó fuera, de pie junto al ventanal, como una sombra de lo que alguna vez fue. Desde ahí, podía verlo.
Alexander.
Sentado con una taza en una mano y el periódico en la otra. La luz opaca del amanecer iluminaba sus facciones, revelando un agotamiento que ya no era solo físico. El cabello rubio le caía sin orden, la barba incipiente le daba un aire vulnerable que contrastaba con la imagen pulcra y medida que siempre ofrecía Dorian.
Alexander era todo lo que Dorian no: humano, rebelde, imperfecto… y, por eso, tan auténtico.
Y lo estaba perdiendo.
Alexander nunca le perdonó a Dorian que lo convirtiera en vampiro solo por miedo a perderlo. Fue un acto egoísta. Pero si Isabella era sincera consigo misma, habría hecho lo mismo porque odiaba la soledad.
Se sentía sola con Dorian. Era su aliado, su socio… pero su relación nunca había llegado a más a pesar de estar casados. Cuando Dorian descubrió su idilio con Alexander, le juró que jamás tendría contacto físico con ella. Y lo cumplió con creces.
Se había acostumbrado a no esperar nada romántico de él.
Nunca tendrían sexo ni se darían amor como lo hacían los matrimonios reales.
Y ella ya había perdido demasiado.
La imagen de André destelló en su mente, quemándola como una herida abierta. Sus ojos oscuros, su risa ligera, sus labios susurrándole que huirían juntos de ese mundo hipócrita. Su cuerpo inerte cuando los secuestradores pidieron un rescate que sus padres se negaron a pagar.
«No podemos ceder ante el chantaje de un vampiro de bajo rango. Si lo hacemos, otros clanes pensarán que somos débiles.»
Sus padres habían hablado de poder y alianzas mientras ella lloraba desconsolada en su habitación. Mientras André agonizaba.
Había jurado que nunca volvería a amar. Que jamás dependería de nadie. Que nunca volvería a suplicar.
¿Entonces por qué estaba aquí?
Observaba a Alexander con una mezcla de melancolía y miedo.
Porque él era lo más cercano que tenía a un amigo… a un aliado.
Cruzó los brazos con fuerza, intentando contener el leve temblor que traicionaba su fachada imperturbable. Dorian le había ordenado que trajera de vuelta a Alexander, y ella, fiel a su papel, había respondido con altanería, fingiendo que no le importaba en absoluto.
No sabía cómo dar el paso. No sabía cómo dejar a un lado su orgullo para arrastrarse hacia él.
Pero sabía que si no lo hacía… Alexander se iría.
Tal vez ya se había ido.
Él levantó la mirada del periódico, y su rostro adoptó esa expresión distante que tanto la irritaba. Esa mirada de resignación. De pérdida. De… soledad.
Porque él se encontraba tan solo como ella en este mundo de mierda.
Isabella retrocedió un paso y se escondió tras el marco de la ventana, justo a tiempo para evitar que él la viera. Sentía el corazón golpearle el pecho con una urgencia que no supo controlar.
No.
No podía permitir que se convirtiera en otra debilidad.
Pero, si no lo hacía, si no entraba en esa cafetería ahora… lo perdería para siempre.
Y eso dolía más que cualquier otra cosa.
Se quedó allí, bajo la lluvia, observando a través del cristal. Sin saber cómo dar el paso. Sin saber cómo hablarle.
Sin saber cómo luchar contra el miedo que le retorcía el estómago.
Porque, después de tantos años… se sentía sola sin él.
Él levantó la mirada. Y en su rostro no hubo sorpresa. Solo una tristeza antigua, resignada. La misma que ella arrastraba.
Isabella retrocedió instintivamente, ocultándose tras el marco de la ventana. El corazón le latía con fuerza. El paraguas le molestaba de pronto. Lo soltó, dejándolo caer. La lluvia la abrazó como una penitencia, y echó a correr.
Corría sin rumbo, empapada, como si el agua pudiera arrastrar su dolor, su historia, su culpa.
Llegó a un parque vacío. El mismo donde hubiese querido ser niña en su infancia. Donde aún creía en cuentos que acababan bien. Se sentó en un columpio oxidado y dejó que las lágrimas cayeran, confundidas con la tormenta.
«¿Por qué soy así?»
Estaba rota. Encerrada en una jaula de oro. Incapaz de volver a ser quien fue.
Y entonces, entre el agua y los recuerdos, una voz.
—Bella…
Su nombre. Él.
Alexander se acercó, con el paraguas rojo en la mano. Ella no lo miró.
—¿Qué haces aquí?
—Si esta era tu forma de pedirme que me quede, podrías habérmelo dicho en la cara.
—No necesito pedirte nada.
Alexander sonrió con amargura. La conocía demasiado bien.
—Dímelo ahora. Mírame y dime que no te importa si me voy.
—Haz lo que quieras. A mí me da igual.
—Eso es lo que más odio de ti, Bella. Eres demasiado buena mintiendo.
—Solo he venido porque Dorian me lo pidió.
Él se inclinó, levantándole el rostro con una mano suave.
—Todo lo haces por Dorian… ¿verdad? Dímelo una última vez: que no te importa. Y juro que me iré para siempre.
Ella lo miró. Las lágrimas seguían corriendo. Pero el orgullo aún hablaba por ella.
—No necesito a nadie.
La expresión de Alexander se quebró. Sus ojos brillaban de dolor.
—Lo sé. Espero que disfrutes de tu soledad.
Y se alejó.
Isabella se levantó del columpio. Quiso gritar, detenerlo. Pero solo salió un susurro, perdido en la tormenta.
Y así se quedó.
Sola.