El Clan de las Rosas

57 | Dorian

Humo negro…

En esta ciudad, cuando el humo se alzaba por encima de los tejados como lenguas de un infierno hambriento, no significaba otra cosa que muerte. Ni redención. Ni justicia. Solo muerte.

Las campanas repicaban con un furor salvaje, quebrando el aire húmedo con su sonido metálico. El eco se enredaba con los gritos, con el fragor de los caballos, con el crujido de la madera ardiendo. Todo se derrumbaba. Todo se deshacía en fuego y miedo.

Nos estaban cazando.

Los cazadores de lo sobrenatural habían rodeado Londres como ratas devorando un cadáver caliente. Quedábamos pocos. Apenas unos miserables restos de lo que una vez fue un linaje legendario. El Clan de las Rosas, antaño elegante y eterno, yacía reducido a un salón hecho trizas y cuerpos sin alma.

Yo me quedé de pie, quieto como un muerto que aún no ha asumido su condición. El mármol del suelo, antes blanco como la luna, estaba ahora manchado de sangre y ceniza. A mi alrededor, las figuras que una vez fueron mis iguales, mis hermanos, mis mentores… se descomponían ante mis ojos.

Eran polvo.

Y yo, el último hijo de un imperio agónico.

—Dorian.

Su voz. La única capaz de atravesar el caos.

Me giré.

Allí estaba Eleanora, iluminada por el fuego que rugía en los ventanales como si el mismísimo infierno hubiera venido a buscarla. Su vestido estaba rasgado. El cabello, empapado de humo. Pero nada podía restarle aquella presencia antigua y devastadora que la hacía parecer una reina incluso entre ruinas.

—Tenemos que irnos. —Lo dijo sin temblor, sin piedad. Como siempre.

—No sin Alexander. —Mi voz salió rota, más de lo que me hubiera gustado.

Ella frunció el ceño. Ese ceño que usaba cuando alguien cometía un error. O cuando alguien estaba a punto de destruirse a sí mismo.

—No hay tiempo. Han sellado los accesos al norte. Si no salimos ahora, arderemos.

Que arda todo entonces, pensé.

Pero no lo dije. Porque aún podía perderla también.

—Es mi hermano. —No era una excusa. Era la verdad más cruda y viva que me quedaba.

Eleanora dio un paso hacia mí. Me besó. No como una amante, sino como un verdugo que ofrece una última caricia. Un beso suave, casi piadoso. Uno que sabía que recordaría en cada noche eterna.

—Tu hermano es humano, Dorian. No pertenece a nuestro mundo.

—Entonces lo traeré conmigo. No importa el precio.

Ella negó con la cabeza, y sus ojos —tan profundos como las criptas en las que dormíamos— se oscurecieron.

—¿Y qué será de él? ¿Lo arrastrarás contigo? ¿Le arrebatarás todo lo que es? Le quitarás la luz, la juventud, el futuro…

—Me tendrá a mí. —Y eso fue lo mejor que pude ofrecer.

Eleanora entrecerró los ojos, como si eso fuera lo más trágico que había escuchado.

—¿Y crees que eso bastará? Te odiará. Tarde o temprano, todos nos odian.

No respondí. Porque no tenía argumentos. Solo una certeza vacía:
No quería dejarlo.

La imagen de Alexander me golpeó. Su risa desenfadada, su manera de llamar “hermano” como si eso aún significara algo limpio. Aún no sabía del infierno. Aún era libre.

Hace solo una semana lo había visitado. Fingí ser un viajero, un primo lejano. Me presentó a su prometida con orgullo. Me sirvieron té. Reímos. Y yo, un cadáver exquisito, fingí que aún recordaba cómo ser humano.

Él estaba vivo.

Y yo no.

—Dorian. —Eleanora había cambiado de tono. Ahora su voz era puro hielo—. Elige.

Miré el salón. Los vitrales partidos, los cuerpos abiertos, la memoria convertida en tragedia.

¿Eso era lo que quería para él?

Caminé hasta la ventana. Afuera, las antorchas formaban una corona de fuego que se cerraba sobre nosotros. Los cazadores gritaban oraciones como dagas. Gritos de fe. De odio.

Cerré los ojos. Inspiré.

Y, por un instante, me permití dudar.

—No puedo dejarlo.

Eleanora se dio media vuelta, sin más palabras. Sus pasos resonaron contra el mármol, secos, decididos.

—Entonces apresúrate. —Fue lo último que me dijo.

La puerta se cerró tras ella, dejando solo mi respiración y el rugido de Londres ardiendo.

Y yo…

yo ya había elegido.

🌹🌹🌹🌹🌹

Corrí.

El mundo se incendiaba a mi alrededor, pero yo no lo veía. No oía más que el golpeteo de mis pasos sobre el empedrado, el crujir de las antorchas encendidas en la noche, y mi propio nombre…
El que Alexander solía pronunciar sin miedo.

El barrio al que llegué era tranquilo. Aún intacto. Como si la masacre no hubiese cruzado esa frontera invisible que protegía su mundo de todo lo demás. Su hogar era discreto, una casa modesta con un jardín trasero lleno de libros arruinados por la lluvia. Se la compré yo. Para que pudiera estudiar, pensar, soñar. Lejos del ruido, lejos de mí.

Golpeé la puerta con una urgencia que ya no sabía contener.

—¡Alexander! ¡Abre!

Pasaron solo segundos. Pero para mí, fueron años.

La puerta se entreabrió y vi su rostro.

Despeinado, con la camisa arrugada, los ojos adormilados. Estaba vivo, intacto, puro. Su humanidad aún brillaba en él como una vela que se niega a apagarse.

—Dorian…? ¿Qué haces...?

No le dejé terminar. Lo empujé dentro y cerré la puerta de golpe tras de mí.

—Nos han encontrado. Los cazadores han llegado a Londres. La ciudad arde.

Vi cómo se le borraba el sueño del rostro y su expresión cambiaba. Pánico. Sí. Pero también preocupación.

—¿Y tú qué haces aquí? ¡Tienes que huir!

—No sin ti. —Mi voz fue piedra, firme, sellada.

Alexander retrocedió un paso, confuso. Me miraba como si no me reconociera.

—Dorian, yo no tengo nada que ver con esto. No soy como tú. Soy humano. Me iré, me esconderé...

—No puedes quedarte. —Me acerqué, lo tomé por los hombros. Mis ojos encontraron los suyos—. Si te descubren, te usarán para llegar a mí. Te matarán solo por ser mi hermano.

Lo vi palidecer. Pero su respuesta llegó rápida. Sin vacilaciones.




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