El viento de los Alpes no era solo frío. Era un castigo.
Cada ráfaga cortaba la piel como si quisiera arrancarla de cuajo. Cada copo de nieve se clavaba como aguja en la ropa térmica. El mundo se había vuelto blanco, crudo, despiadado.
Y ellos avanzaban.
Cuatro figuras perdidas en el vientre helado de la montaña, montados sobre motos de nieve que crujían sobre los senderos ocultos, lejos de cualquier carretera, de cualquier mapa.
Solos.
Expuestos.
Serena abrazaba a Dorian por la espalda, sus brazos firmes en torno a su cintura. Podía haber dicho que era por el frío, que no quería caer si la moto patinaba… pero ambos sabían que no era solo eso. Era esa maldita sensación: que con él ahí, con su cuerpo templado contra el suyo, el caos no era tan abismal.
Y quizás, por unos segundos, hasta podía engañarse.
Delante, Yoshiro y Priya abrían camino. Silenciosos. Inquebrantables. Como si supieran que hablar sería romper la delgada línea que los mantenía cuerdos en aquel paisaje blanco y hostil.
Y entonces lo sintieron.
No fue un sonido. No un olor. Fue el silencio.
Un silencio nuevo. No el de la calma alpina. No el de la nieve cayendo entre los árboles.
No.
Era un silencio que miraba. Que contenía la respiración.
—Estamos cerca. —La voz de Yoshiro surgió como un latido por el comunicador.
—¿Movimiento? —preguntó Dorian, tenso, con la mirada fija en la arboleda.
—Nada. Demasiado tranquilo.
—Nunca confíes en la calma antes de la tormenta, —murmuró Priya.
Dorian redujo la velocidad. Serena lo imitó.
La mansión apareció como un susurro entre los troncos: oculta, sólida, de piedra oscura, con tejados inclinados que parecían cuchillas. Un refugio, sí. Pero también una tumba si Lucius había decidido hacerlo así.
Bajaron.
Serena sintió cómo los músculos le crujían tras el viaje. Frotó sus manos enguantadas, tanteando la tensión del aire como si pudiera atraparla entre los dedos.
—Priya está callada, —susurró.
Dorian no respondió de inmediato.
—Lo sé.
—No confío en ella.
—Yo tampoco.
No hubo tiempo para más.
Yoshiro empujó la puerta del refugio.
Crujido. Oscuridad. Silencio.
El interior era un desastre de polvo y abandono. Una mesa rota. Sillas volcadas. Humo rancio. Aquello no era un escondite activo. Era un decorado.
—No está aquí, —gruñó Yoshiro. Había algo roto en su voz. Algo parecido al miedo.
Y entonces lo supieron.
Lo supieron antes del sonido. Antes de la luz.
BOOM.
La explosión fue brutal. Serena sintió el fuego desgarrarle los oídos. Salió despedida, el cuerpo estrellándose contra la pared de piedra. Su respiración se cortó. No sabía si estaba gritando o muriendo. Todo era polvo. Sangre. Estática.
Intentó moverse.
No podía.
—¡A cubierto! —rugió Dorian, su silueta dibujada en la humareda, disparando hacia las sombras.
Y allí estaban.
Sombras con ojos.
Sombras con garras de hierro.
Sombras de Sundar.
Se movían como bestias domesticadas por el odio. Destrozaban madera, metal, carne. Gritos y crujidos llenaban la sala.
Serena alzó su arma con manos temblorosas y disparó.
Una, dos, tres veces.
Los casquillos brillaban al caer al suelo, ahogados por el estruendo de espadas y colmillos.
Yoshiro rugía. Su espada corta era un látigo en sus manos. Cada movimiento suyo era un poema de violencia.
Dorian no hablaba. No respiraba.
Mataba.
Su daga trazaba arcos de sangre con precisión quirúrgica. Cada estocada era una sentencia.
Priya...
Priya era fuego líquido.
Lanzaba frascos que explotaban con silbidos agudos. Polvo azul, humo violeta, llamas esmeralda.
Algunos enemigos ardían y se deshacían en ceniza. Pero eran tantos...
Demasiados.
Por cada sombra que caía, otra surgía.
Y entonces…
Él.
La oscuridad se plegó como si se inclinara ante un dios.
Las sombras se apartaron.
Y lo vieron.
Sundar Naga.
Se alzaba al final de la sala como una sombra devoradora. El polvo aún no se había asentado tras la explosión, y su figura emergía entre los jirones de humo y nieve que se colaban por las grietas de la piedra. La túnica negra se agitaba con un movimiento antinatural, como si respondiera a su propio ritmo, no al del viento.
Sus ojos grisáceos centelleaban. No con furia, ni con prisa. Con algo peor: arrogancia. La certeza cruel de quien no teme perder porque nunca ha perdido.
Dorian le hizo una señal a Yoshiro para que saliera fuera, donde seguían apareciendo enemigos. Priya y él se centrarían en Sundar. Su pecho subía y bajaba con el ritmo de la furia contenida, la espada ensangrentada aún en su mano.
Sundar ladeó la cabeza, su voz un veneno cálido:
—Montrose. Qué decepcionante.
Dorian escupió sangre en la nieve.
—Tú y tu maldita voz de teatro. Ególatra de mierda.
Sundar sonrió, mostrando apenas los dientes.
—Y tú, siempre tan predecible. —Su mirada se desplazó lentamente hasta detenerse en Priya—. ¿Y tú? ¿De verdad creíste que podrías desafiarme? Eres solo una serpiente sin veneno.
Priya se irguió, la sangre goteando de una herida en la frente, pero con los ojos intactos. Firmes.
—¿Y tú? No eres más que un dios fracasado.
Una carcajada profunda brotó del pecho de Sundar. Como un trueno subterráneo. Oscuro. Perversamente humano.
—No. Yo soy poder. Algo que jamás entenderíais.
Su voz bajó, se volvió íntima, cortante.
—Tú sí lo comprendes, Dorian. Por eso estás aquí. Por eso siempre has estado aquí.
Dorian apretó los dientes. Sus nudillos se pusieron blancos en torno al mango de la espada.
—No me vengas con mierdas.
Sundar comenzó a caminar en círculos alrededor de ellos, como un predador que ya ha olido la debilidad.
—Piénsalo. —Su tono era casi persuasivo—. El Clan de las Rosas. El del Jazmín. Unidos. Rompemos el hechizo. Repartimos el poder. Reescribimos las reglas.