Eleanora.
Había despertado. No por un conjuro, ni por voluntad propia.
Despertó por Serena.
Por su muerte.
Y ahora estaba ahí, como un fantasma tangible, envuelta en sombras que parecían obedecerla. Tan hermosa como Dorian la recordaba, tan peligrosa como solo él sabía.
Sus ojos rojos lo atravesaban como cuchillas afiladas, como si todavía pudiera tallar su alma con una simple mirada.
—Dorian… —susurró.
El sonido le golpeó el pecho como un recuerdo amargo.
Diez años.
Diez años desangrándose por ella.
Diez años construyendo su imperio de cenizas.
Diez años buscándola… para descubrir que nunca se había ido.
Solo se había escondido.
En Serena.
Dorian dejó el cuerpo inerte de Serena en la nieve con una ternura que le quebró la garganta. Se levantó. La nieve crujió bajo sus botas.
Se enfrentó a ella.
Cara a cara.
No como su discípulo.
No como su sombra.
Como el hombre que había sobrevivido sin ella.
—¿Por qué? —escupió. Su voz no tembló, pero estaba rota.
Eleanora lo miró con esa frialdad que había enamorado y destruido por igual.
—La magia del medallón me consumía. Ya no era yo.
Dorian avanzó. El dolor lo empujaba más que sus piernas.
Sus emociones no eran fuego. Eran lava.
—¡Éramos uno! —rugió—. Tú y yo, hasta el final.
Su voz se quebró.
¿Cuándo había perdido el control?
¿En qué momento Serena le había enseñado a sentir?
—A veces, los sacrificios son inevitables. —respondió Eleanora—. Me volví peligrosa… para ti, para el Clan.
Dorian la fulminó con la mirada.
—Te quería. Todo lo hice por ti.
Las palabras cayeron como cuchillas en el aire helado.
Eleanora se mantuvo en silencio, pero en sus ojos…
Una sombra.
¿Culpa?
¿O solo otra máscara bien tejida?
—Sabía que me encontrarías, tarde o temprano.
Qué fácil le salían las palabras.
Dorian sintió cómo el hielo de sus emociones comenzaba a agrietarse.
—Me convertiste. Me sacaste del infierno. Me diste una razón para existir… —respiró hondo— …y luego me usaste como un peón.
El viento respondió con un aullido entre los árboles.
El silencio se volvió denso, cruel.
—Todos me odian ahora.
Eleanora alzó una ceja, tranquila.
Demasiado tranquila.
—¿Y desde cuándo te importa el amor de nadie?
Dorian apretó los dientes.
—Desde que tú me dejaste.
Un latido.
—Desde que me dejaste solo, con un poder que ni siquiera quería.
Ella dio un paso hacia él. Le tocó la mejilla.
—Y sobreviviste.
Dorian cerró los ojos.
Sí. Sobrevivió.
Pero no vivió.
No realmente.
Hasta que llegó ella.
Serena.
—¿Eso querías para mí? Solo sobrevivir…?
Eleanora no contestó.
No hizo falta.
La ausencia de respuesta fue la respuesta.
—Me utilizaste para ocupar tu lugar en el clan. Para sostener el legado mientras tú te desintoxicabas del medallón.
Dorian dio otro paso. El suelo temblaba.
—Yo te habría esperado, Eleanora. Si me lo hubieras dicho. Si me hubieras amado de verdad. Y ahora… ahora dime la verdad. ¿Alguna vez me quisiste?
Eleanora bajó la mirada, por primera vez.
Cuando la alzó, su voz era un susurro rasgado.
—Dorian… claro que te quise. Aún te quiero.
Mentirosa.
Dorian sintió que algo en él se quebraba.
—El medallón está reaccionando. —dijo Eleanora, mirándolo con urgencia—. No hay tiempo. Elígeme, Dorian. Puedo devolverte lo que perdiste. Tu fuerza. Tu clan. Tu lugar en este mundo.
La voz de Eleanora era terciopelo envuelto en acero.
La tentación. Tan bien envuelta. Tan familiar.
—¿Y ahora por qué quieres volver? Fuiste tú la que quiso desaparecer.
—Porque sé que hay un hechizo que debe romperse —dijo ella, con seriedad—. Presiento un mundo débil de magia, y un Clan de las Rosas más débil todavía.
Dorian no respondió de inmediato.
El medallón flotaba entre ellos, vibrando con un pulso oscuro, como si el tiempo mismo contuviera el aliento.
Eleanora.
Tan perfecta. Tan inmortal. Su piel como mármol, sus ojos rojos como brasas antiguas.
La creadora.
La diosa caída.
La voz que le dio sentido cuando el mundo lo escupió.
Y, sin embargo…
Giró lentamente la cabeza.
Serena.
Allí, en la nieve.
Inerte.
Fría.
Vulnerable incluso en la muerte.
Pero real. Siempre real.
Con ella, el caos.
Con ella, las discusiones. La rabia. La ironía.
Las malditas miradas que lo atravesaban como cuchillas.
La forma en que lo obligaba a dudar.
A sentir.
Eleanora le dio el poder.
Serena le devolvió el alma.
Eleanora era el principio.
Serena era… la posibilidad.
—Dorian… —Eleanora extendió la mano hacia él, casi tocándolo—. Solo tienes que decirlo. Elige. A mí. A nosotros.
Él la miró.
Porque con Eleanora todo era claro.
Frío.
Controlado.
Ella era el destino que ya conocía.
Pero entonces volvió a mirar a Serena.
Serena, que lo odiaba sin temor.
Serena, su enemiga.
Serena, que sacaba lo mejor y lo peor de él.
La que lo había salvado sin prometerle nada.
Una lo había forjado.
La otra… lo había desarmado.
Y en esa destrucción, se había reencontrado.
La respuesta nació desde el fondo de su herida más antigua.
—Elijo a Serena.
El medallón explotó.
Un grito rasgó el mundo.
Eleanora.
La oscuridad se arremolinó alrededor de ella, su figura desgarrada por una magia que no obedecía a nadie.
Las sombras la arrastraban de vuelta.
De vuelta al lugar de donde no debía haber salido.
No gritó.
No suplicó.
Solo sonrió.
Una sonrisa que lo heló hasta los huesos.
—Esto no ha terminado, Dorian. —susurró—. ¿Crees que puedes librarte de mí tan fácilmente?